viernes, 23 de abril de 2010

Mitos y verdades del café con leche


Cuando uno pide un café “solo”, es decir, sin sus clásicas acompañantes en forma de cuarto creciente, nunca se lo traen solo… normalmente (salvo que el bar no sea “muy de calidad”) viene junto a un pequeño bocadito “para acompañar”, ya sea un trocito de torta o algún cuadradito de algo dulce que no se sabe bien qué es. Sin embargo, cuando uno pide un café-con-leche-con-medialunas (ya sea una o múltiples) el poliedro en cuestión no aparece. ¿Por qué esa omisión? Una explicación posible sería que el dulce del bocado es incompatible con el sabor de la medialuna. De todos modos el truco está pedir primero un café solo, y luego de que éste surja con su feliz compañero, agregarle las medialunas…

Si uno pide un café con leche con medialunas, sin aclarar cuántas quiere, es un acuerdo tácito que los satélites de masa vendrán en trío. No obstante, en algunos sitios non sanctos prefieren abaratar los costos y traer sólo un dueto. Consejo: si se es de buen comer aclarar la cantidad en el pedido: “café con leche con tres medialunas”. Si no, abstenerse a las consecuencias.

Nota importante: las medialunas de “grasa” son las saladas y las dulces las de “manteca”.

Otro problema de cantidad es el que presentan algunos sitios más fashion, donde refinados impúdicos se atreven a solicitar al mozo o “mesero” el pacato menú de “café con brownie”. No crea que se trata de un error gramatical, tipográfico o falto de cultura la ausencia de la “s”. Por el contrario, los muy latifundistas cobran este servicio el doble de lo que en cualquier barrio saldría el café con medialunas, y encima lo traen junto a un solo brownie. Rica, pero cara y frugal, esta opción es recomendada solo para los que piensan que “un día de vida es vida”.

Mucha gente, entre la que me incluyo, tiene problemas para inteligir la capacidad del “jarrito”. Las veces que, en lugar de un “café con leche”, decido pedir un “cortado”, mi mente entra en duda al tener que responderle al mozo cuando éste retruca “¿En jarrito?”. La salida más rápida es decir “sí” y escapar por la tangente. Tarde me di cuenta de que hay, al menos, tres tamaños de café acompañado de leche: el “café con leche” es el grande, el toro salvaje de la bebida colombiana, el que te llena la pancita y tiene el tamaño justo como para meter la medialuna; luego viene el mencionado jarrito, un elegante tubo de porcelana con el volumen adecuado para una charla amena; por último, el cortado chico, el que nadie nombra, el que todo mozo niega su existencia, pero que más de una vez se lo ha visto olvidado en una mesa… una pequeña tacita salida del castillo de la Bella y la Bestia que ya no canta su canción. Aunque, claro, dicen que el tamaño no es lo que importa…

Revisando mi árbol genealógico encontré que desciendo en forma indirecta de Rafaelus Vazcovich, célebre compositor de odas y panadero, famoso por ser el primero en doblar un vigilante, creando así las medialunas.

El café suele venir acompañado de un vasito de vidrio, que a veces contiene jugo de naranja y otras simplemente agua. En un primer momento se podría pensar que la diferencia en la bebida se debe a la distinción del local, siendo de mayor categoría aquellos que se animan a exprimir un cítrico sobre los que se limitan a abrir la canilla. Mas un amigo mío tiene una teoría que encuentro bastante plausible: cuando uno pide café sólo, viene con jugo. Pero si pide café con leche, el vaso solo trae agua, ya que el zumo de naranja más el lácteo blanquecino no serían una buena combinación para estómagos delicados o personas de buen mover el vientre. Ante la duda, nada mejor que acompañar el cortado con agua sin gas, justamente.

Cuando un amigo te dice “te invito a tomar un café”, en realidad la cuestión va mucho más allá de eso. Llegado el momento hasta es posible que la infusión sea reemplazada por una gaseosa o un licuado de banana. Lo importante es la charla en sí, que puede devenir en los más diversos temas, desde alegres novedades hasta romances rotos, pasando por las sacadas de cuero correspondientes, el relojeo a las chicas a través de la vidriera y demás ingredientes clásicos a la hora del encuentro. Pero, si tu pareja, tu jefe o tu médico de cabecera lanzan la invitación, ¡cuidado!, las noticias pueden no ser de las mejores.

sábado, 10 de abril de 2010

La transmutación de las aves


La muerte de Ángel Vergara y la de Genaro Cúspide (la definitiva) se dieron con pocas semanas de diferencia. Florencio Gauna alcanzó a ir a los dos velorios antes de que el suyo propio se convirtiera en una gran reunión de simpáticos desconocidos.

Santino Conde se enteró de las tres a través del diario local. Las paredes del recién inaugurado Cuervo Blanco aún olían a pintura fresca mientras él saboreaba su whisky.

Conde miraba la nada mientras se perdía en sus cavilaciones. La vida, la muerte, el cambio. Crecer, devenir. ¿Qué estaba haciendo de su vida? Sin creer necesariamente en las esencias sentía no obstante que debía haber algo inmutable en las almas de los hombres. Últimamente se había vuelto más sociable, desarrollando su empatía hasta el límite de luchar por causas que no le incumbían. Lograr sentir hacer el bien sin mirar a quién, sin pedir nada a cambio, sin hacerlo notar siquiera… siempre habían sido cuentas pendientes en su vida.

Mientras hacía girar el vaso lentamente en su diestra sus pensamientos hacían lo suyo hacia el lado contrario. ¿Había algo de malo en promocionar los actos? ¿Por qué siempre esa necesidad de marcar lo dado, lo obvio, lo inmediato? Sin embargo… Costaba ordenar las ideas en esas neuronas adormiladas por el alcohol, pero la tesis que rondaba sus sienes era más o menos la siguiente: nombrar los hechos. No puede haber ninguna carga valorativa (ni negativa ni positiva) en el mero nombrar los hechos. Si hay una mesa verde y digo “hay una mesa verde”, eso no parece tener nada de malo. ¿Por qué, entonces, si hago un favor, si hago el bien, y luego lo expreso, “hice el bien”, esa enunciación se impregna de tinte negativo?

Hacer el bien sin decir nada. Humildad. Perfil bajo. ¿Pero cómo? ¿No era que lo importante eran los hechos, y no las palabras? Si en definitiva hice el bien, ¿qué importa que después lo diga?

Mas Santino Conde había aprendido una lección de todo esto, aunque no sabía bien cuál era. Había crecido, había evolucionado, había aprendido a darse un poco más por los demás.

La puerta del bar se abrió y entró una hermosa señorita. Santino se puso de pie de un salto, se presentó con una sonrisa y le ofreció una silla cerca de la suya.

Hay cosas que no cambian.

viernes, 2 de abril de 2010

Peripecias del último hombre


Me dejé llevar por la música: un vals electrónico con toques psicodélicos que combinaban de maravillas con las aventuras del los escritores de finales del XIX y principios del XX. Las notas me pegaban como torpedos helados en los antebrazos y demás extremidades, despertando escalofríos rítmicos. El placer, mezcla fina con el frío y el temor, estiraba los vellos de mi cuerpo. Una energía eléctrica recorría mi ser en ondas sinuosas pero firmes.

De pronto la mano en la espalda y el golpe seco me recordó dónde estaba: una manada de gente atravesó como un embudo la puerta del subterráneo, arrancando los auriculares de mis oídos. Como en el mito de la visión perruna, el día volvió a ser blanco y negro.

Tanteé la valija, seguía en mis manos. Sin embargo mi cuerpo y mi mente estaban confundidos: me costaba diferenciar la vigilia del sueño, ¿me habría dormido en el viaje? Con ojos pegajosos y aliento acre bajé en la estación siguiente. No sé si era la correcta, sólo necesitaba salir de allí, aclarar las ideas. Respirar aire fresco.

Los acordes volvieron a mis oídos y el color a las cosas. ¿Acaso sufría algún tipo de sinestesia? Cuando todo lo que tenés son tus sentidos el cuerpo se convierte en un arma muy poderosa. Subí la escalera mecánica, salí al exterior.

El smog había tornado el día en noche en un eclipse urbano y monótono. Apenas distinguiendo siluetas borrosas tracé una senda mental y me deslicé sobre ella. Jugaba a pasar sin tocarlas, descontando cinco puntos por roce. Perdí tres vidas antes de llegar a la puerta del banco.

Una vez allí otra vez la música enmudeció entre mármoles espurios. Rostros agitados pasaban sin ver ni sentir. El edificio parecía obligar a dejar las sonrisas afuera y los modales debajo de las almohadas. Mi fila resultó ser la más larga. Siempre odié que la gente me hablara en las colas y maldije haber destapado mis tímpanos cuando el quejoso de turno compartió sus malestares conmigo. Yo también había abandonado el paréntesis de mi cara en la escalera de entrada.

El maletín cargado de ilusiones seguía en mis manos. Una cantidad de dinero que no sería capaz de juntar ni en el triple de los días que tenía concedido vivir descansaban a un costado de mi pierna. La fila avanzaba y con ella la idea de escapar con todos esos papelitos respaldados en oro que llevaba en la caja negra.

Tan sólo diez personas me separaban de la ventanilla. Diez pasos, la valija cargada de dinero. Ahora nueve y yo parado como un simple medio. ¿Cuánto tardaría en salir de allí, tomar un taxi al aeropuerto y desaparecer? Ocho personas. Siete minutos. Mi corazón aceleraba su galope.

Miré alrededor, no llamaba la atención con mi traje de persona normal. Seis sujetos, no cinco, esos dos iban juntos. Comprar ropa en el exterior, trabajar lavando copas para vivir no sería tan diferente que lo que ahora estaba haciendo. Toqué un piano imaginario sobre la tapa del maletín mientras se iba la tercera persona y pasaba la segunda. Las gotas caían frías por mi nuca.

¿Quién divide el bien del mal? ¿Con qué vara se distribuye la riqueza? Trabajarás para ganarte tu pan hasta el final de tus días… El sudor del cuerpo entero sólo produce la apariencia de que todo funciona correctamente. Pero en la verdadera estructura se encuentra el valor agregado, ese que los peones nunca vemos… Un hombre dio un paso y generó un vacío de duda abismal entre su espalda y mi frente. Había llegado el momento de decidir, yo era el siguiente.

Imaginé libremente los caminos inesperados por los cuales podría llevarme mi huida. Una vida repleta de aventuras, un amanecer diferente al anterior cada día. La ruptura de la inducción humeana a cada paso inesperado.

Mi turno llegó, la hora de elegir. Avancé hacia la caja. Abrí la valija y deposité el dinero en la cuenta de la empresa para la cual trabajaba.

Al salir del banco maldije mi previsibilidad y regresé a mi vida gris. Al menos mi corazón volvió a latir tranquilo. No es fácil ser cadete, uno sufre la tentación cada principio de mes. Por lo menos la música daba color a mis ideas y libraba mi imaginación. Y caminando por las calles pueden verse lindas chicas.