jueves, 26 de agosto de 2010

Profecía autorrealizadora


Un día a un joven aburrido se le ocurrió una de esas típicas preguntas “¿Qué harías si el mundo se terminara en 7 días?”. Como quería compartirla y saber la opinión de la gente, quiso subirla a su página de internet. Sin embargo, pensó que los resultados serían más verosímiles si el juicio no era hipotético sino categórico, así que, abusando de sus conocimientos tecnológicos, se las arregló para filtrar la noticia en cuanto medio virtual le fue posible: “EL MUNDO SE TERMINA EN 7 DÍAS”.

Viendo que su obra fue buena, se echó a descansar.

El primer día todo siguió igual: nadie pareció darle importancia a la noticia, relegándola a una broma más. El segundo día, el fluir de la información había llevado su profecía a la radio y televisión, logrando que cada vez más personas se enteraran de lo anunciado.

Hacia el tercer día comenzó a notar los primeros cambios: parecía que una especie de miedo no declarado estaba expandiéndose por la población. Mas los efectos de este temor a que la predicción fuera cierta no parecían negativos, sino que las personas habían comenzado a salir más, a visitar a sus amigos, a caminar de la mano; las plazas se fueron llenando de parejitas que se besaban o de locos solitarios apurados para terminar el libro que estaban leyendo.

El cuarto día se habían vendido el triple de entradas a cines y teatros y los restaurantes no daban abasto. Claro que los empleados, sin confesarlo, también sospechaban que el mundo podía acabarse pronto y, por supuesto, ellos también quisieron salir a disfrutar. Entonces ya no quedaron mozos, cocineros, acomodadores ni personal boletería que atendiera las grandes cantidades de clientes.

El quinto día ya nadie fue a trabajar. Los niños querían dormir hasta tarde aprovechando que no había clases, pero sus padres los levantaron para pasar el día juntos en algún lugar tranquilo. Pero muy lejos no pudieron llegar, ya que el combustible escaseaba en las estaciones de servicio y no había nadie que lo reponga. Tampoco circulaban medios de transporte y así más de uno partió de su hogar, pero no pudo regresar. Los negocios tampoco abrieron pero fueron abiertos a la fuerza por los saqueadores desesperados que querían disfrutar de una última cena.

El sexto día ninguna ley del hombre fue respetada. Los juicios habían sido suspendidos, los presos liberados, los enfermos dados de alta y los locos sin medicación fueron los primeros en descubrir la magia de los colores de un arco iris. La fe traspasó las paredes de las iglesias vacías y se instaló en los corazones de cada ser viviente. Los científicos intentaron tranquilizar a la gente negando lo afirmado, ¿pero quién iba a hacerle caso a la ciencia cuando el corazón palpitaba para otro lado? Los hombres se conectaron con la naturaleza, con su propia calidad de humanos y padres e hijos de familias rotas se abrazaron unidos sin importar que no fuera fin de semana. Cada persona se acercó cuanto pudo a sus seres queridos, y al que no le fue posible por la distancia intentó buscar las pocas líneas telefónicas que aún funcionaban o escribió cartas tan solo por descarga, aún sabiendo que jamás iban a ser leídas ni enviadas. Las palabras “perdón” y “gracias” fueron repetidas de manera incesante. Las risas y los llantos se intercambiaban como parejas en un vals mientras que un abrazo eterno coronó el encuentro en una noche donde nadie durmió.

El séptimo día despuntó soleado y calmo. La Tierra siguió rotando hacia el Este y todo se mantuvo en su lugar. No hubo terremotos, inundaciones, ni llovieron langostas o bolas de fuego. Sin embargo, el mundo tal cual había sido conocido, había terminado. Una nueva era comenzó, sin manzanas ni serpientes, pero con una fuerte necesidad de reconstruir lazos.

lunes, 2 de agosto de 2010

Falacia socrática


Una tarde volvía Sócrates de hablar en el Ágora, cuando se encontró en el camino con Gimnón, quien lo increpó:

-Bonito día para intercambiar palabras, ¿verdad Sócrates?
-Así es Gimnón, hijo de Meteodoro, de hacer eso vuelvo justamente y ahora tenía planeado echarme a descansar.
-Pero dime, amigo mío, ¿qué es eso que hacen ustedes los filósofos?
-Oh, no sé si podría decirte qué hacen los filósofos, sólo puedo hablar sobre lo que yo sé hacer.
-¿Y qué es lo que haces tú, oh maestro?
-Nada de eso, pues, Gimnón, que si yo fuera maestro me la pasaría dando clases, como los cursos de 20 dracmas que ofrecen Sofón y Gargios, por ponerlos de ejemplo.
-¿Acaso tú no practicas y enseñas la sabiduría?
-Ya quisiera hacerlo, pero la verdad es que yo sólo sé que no sé nada.
-Me has defraudado, querido Sócrates, yo creí que hablaba con un hombre sabio…

Gimnón estaba a punto de continuar su camino. Sin embargo sus palabras habían hecho eco en el corazón de Sócrates, quien, decidido a darle una lección, lo detuvo y le dijo:

-Dime, Gimnón, ¿qué es lo que hacés?
-Bueno, Sócrates, es por todos sabido que me dedico al arte de la gimnástica.
-¿Y eres bueno en eso?
-¡Por Zeus que soy el mejor!
-Y eso que tú haces, la gimnástica, ¿es algo fácil o algo difícil?
-Difícil, por cierto.
-¿Es algo que no todos pueden hacerlo?
-Claro que no, requiere de mucho entrenamiento y sólo unos pocos somos capaces de resistir las duras prácticas.
-O sea que es algo difícil que no todos pueden hacer.
-Tú los has dicho.
-Y que requiere mucho entrenamiento.
-Claro que sí.
-Es decir que una persona no entrenada no podría hacerlo.
-¡Claro que no, Sócrates! A menos que se tratara de un dios.
-Bien, mi querido Gimnón, te aseguro que yo puedo hacer algo más difícil de lo que tú haces.
-Eso quisiera verlo.
-Y lo verás. Pero antes contéstame lo siguiente: ¿No es difícil la tarea del conductor de carros al guiar los caballos?
-Bueno, es verdad que requiere cierto entrenamiento también, aunque no tanto como la gimnástica.
-Bien, pero me concederás que sería más difícil si intentara conducir los caballos dándoles la espalda.
-Así parece.
-¿Y no le sería más difícil al artesano encargado de hacer vestidos si intentara manejar la lanzadera dado vuelta?
-Claro que lo sería, Sócrates.
-Y, contéstame Gimnón, si acaso no sería mucho más complicado para el herrero forjar las armaduras con el mango del martillo en lugar de con la maza.
- Lo sería, por cierto.
-Entonces, hijo de Meteodoro, acordarás conmigo en que hacer una cosa al revés de como normalmente se hace es más difícil que hacerlo de la manera usual.
-Eso parece, Sócrates, aunque no veo a dónde quieres llegar.
-Y lo es tanto para el conductor de carros, como para aquel que trabaja con telas y para el herrero, oficios muy distantes entre sí.
-Bueno, sí, así es.
-Y por lo tanto lo será también, por ejemplo, para el gimnasta.
-Seguramente.
-Pues bien, dime Gimnón, ¿tú sabes hacer la vertical?
-¡Claro que sí!
-Bien, mira y he aquí tu prueba: yo puedo hacerla al revés.

Y Sócrates extendió ambos brazos hacia el cielo.