Desde un punto de vista existencialista la vida no tendría sentido. Lo positivo de esta idea es que no tiene ningún sentido pre-establecido, no hay nada con lo que debamos cumplir. Para algunos esto es desconcertante: acostumbrados a actuar siguiendo reglas, no tener un camino marcado los pierde. Para otros, el no haber un sentido a priori abre las puertas a infinitas posibilidades de elección. No obstante, la libertad a veces marea y terminamos optando casi todos por lo mismo: la felicidad, el amor, el éxito, el dinero, el placer son algunas de las metas más buscadas, algunos de los faros más comunes que nos autoimplantamos para iluminar nuestros senderos.
Ahora bien, todo camino tiene su final y hay uno que, seas rey o jardinero, nos es común a todos: la muerte. La vida parece un eterno fluir de un río donde todo deviene y poco permanece. Y un sentido común y muy buscado es el poder aferrarse a algo que perdure, a algo que quede. Sabiendo inconscientemente que algún día no estaremos más en este mundo, nos afanamos en dejar una huella. Ese otro significado posible de la vida es paradójicamente el que cumplamos cuando ya no estemos: la trascendencia.
¿Qué se entiende por trascendencia? En principio, trascender es ir más allá, es despegarse del ropaje del mundo sensible y pasar a otro plano. Pero sin entrar en especulaciones metafísicas, la trascendencia a la que hago referencia no es aquella sobre a dónde vamos, sino sobre qué dejamos en este mundo. Para trascender es necesario en primer lugar ya no estar. De ahí el carácter de paradójico antes mencionado: buscar el sentido de la vida fuera de la vida. Es intentar seguir viviendo luego de haber muerto. ¿Cómo lograr esto? Una opción es a través de nuestra descendencia. Dejar hijos, nietos habitando la Tierra es una forma de seguir viviendo. Otros prefieren hacerlo por medio de sus obras: libros, música, pinturas… soportes materiales que fragmentan nuestro yo intentando conservarlo a través del tiempo. Hay quienes trascienden por sus actos: grandes y revolucionarios, o pequeños y sencillos, cotidianos, creo que la mejor manera de “ir al cielo” es que nuestra alma siga viva en el recuerdo de los demás, por lo que hicimos, por lo que dejamos marcado.
Inútil es tratar de preservar la juventud exterior, congelar el cuerpo o castigarlo con prohibiciones ascéticas. En la desesperación de no perder la vida podemos crearnos mundos perfectos pero ideales, artificiales, lo incorruptible es pura fantasía. La trascendencia es posible en la tierra, pero la verdadera es aquella que se logra sin proponérselo, simplemente viviendo una buena vida. Siendo lo que hacemos, en compañía de los otros. Si disfrutamos el camino, la meta llega sola.