martes, 7 de octubre de 2008

Siete



No sé si era por el fernet, por la adrenalina o por los golpes, pero la cabeza me daba vueltas como si recién me hubiera bajado del “super-ocho-volante” del Parque de la Ciudad. Hacía mucho que no tenía un anoche de jarana, y menos con tanto saltimbanqui de por medio.

No sé cuánto tiempo corrimos, pero lo suficiente como para alcanzar un taxi y no ser alcanzados. Obviamente, abandonamos la ciudad esa misma noche.

La siguiente estadía fue Rosario, un lugar realmente hermoso. Con todas las comodidades de una gran ciudad, y con la tranquilidad que el Paraná te regala a las siete de la tarde. ¿Por qué fuimos ahí? Victorio tenía una modesta propiedad, un departamentito en la calle Tucumán algo abandonado, pero con la comodidad suficiente como para quedarnos unos días y poder planear el siguiente paso.

Victorio siempre tenía secretos y cosas que hacer antes de contarme los detalles y resolver mis dudas, y la verdad es que a lo largo del viaje me fui acostumbrando a sus mañas, así que aproveché esa tardecita para recorrer la ciudad.

Hacía mucho que no visitaba esos lares: la última vez, de vacaciones con amigos, había sido tan divertida como trágica. Recuerdo que habíamos inventado un trago: jugo de melocotón, licor de melón, vodka y morfina, que la conseguía uno que estudiaba medicina. Le llamábamos “Vaya con Dios”, y la noche que lo probamos uno de los nuestros casi cumple con la máxima. Nunca más lo volvimos a hacer. Es más, nunca más los volví a ver.

Sobre Córdoba hay una librería-café que siempre me gustó: no recuerdo su nombre, pero me llamaba la atención el hecho de poder agarrar cualquier libro y leerlo mientras se disfruta de su infusión favorita. Fui a ese lugar.

Tomé al azar un libro de psicología y lo abrí en un capítulo titulado: Trastorno Obsesivo Compulsivo. Pero justo cuando iba a comenzar a leer su definición, la puerta del local se abrió y una figura que entró llamó poderosamente mi atención. Dicen que las rosarinas son las más lindas, yo no sé si es verdad, pero ésta era realmente muy bella: figura estilizada, cabello corto, oscuro, llevaba botas arriba del jean y un casco en la mano. Entró, intercambió unas palabras con el mozo de turno y volvió a salir a paso firme.

No puedo explicar bien por qué, pero salí tras ella. Disimulando, haciéndome el que veía las revistas de los puestos callejeros, o alguna vidriera, la seguí hasta la esquina. Sin embargo, allí se subió a un cuatriciclo, se puso el casco y se fue sin decir adiós. Algo me decía que ésa no sería la última vez que la vería.

Volví al departamento caminando por Mitre, fumando, pensado. De pronto tuve la sensación de ser yo el perseguido. Me di vuelta rápidamente, pero no noté nada extraño. Continué unos pasos más, hasta tener la misma sensación. Pero esta vez no me detuve: me propuse seguir avanzando, hasta poder sorprender al perseguidor, si es que había alguno. Así es que media cuadra más adelante me detuve en seco y miré hacia atrás rápidamente. La calle estaba desierta. Sólo había un hombre, vestido de gris.

Al verme, dobló velozmente la esquina y no lo volví a ver. En ese instante no podía estar seguro de si era el mismo que había conocido en el tren aquella primera noche. Pero por el momento no me importó demasiado.

Cuando subí las escaleras de mármol, Victorio ya se encontraba allí.

- ¿Querés un mate? Esta medio frío ya.

Acepté, pensando si debía contarle el nuevo episodio del hombre-de-gris. Pero, al igual que en el primer encuentro, decidí que lo mejor sería callar por ahora. Yo también podía tener mis secretos.

- Bueno, Victorio, ya lo esperé demasiado. Creo que llegó la parte en que usted me cuenta de qué se trata todo esto.

Victorio dio un largo chupón al mate antes de comenzar a hablar.

- Sí, Valentín, ya es hora de que conozcas la historia. Hace muchos años existió una organización secreta en este país: un grupo de jóvenes que se había reunido ya no se sabe bien con qué fin original: si estaban contra los nazis, contra los comunistas, o si sólo lo hacían para divertirse. Sí sí, no te rías, esto pasó de verdad, en este país de cuarta. Se llamaban el grupo Albatros…

- Y ese tal Abuelo pertenecía a esa asociación, ¿no?

- Claro, el Abuelo era el jefe. Y como fue el último en morir, le tocaba a él develar el secreto.

- ¿Qué secreto?

- La organización en sí no sirvió para nada, no hicieron nada útil durante su existencia. Pero como eran jóvenes y tenían dinero de sobra, decidieron inventar un juego.

- ¿Un juego?

- Sí, una aventura, un juego bastante alocado, pero en esa época se estilaban esas cosas. Hasta donde pude averiguar, hay ciertas piedras escondidas en diversos sitios del país. Pero dónde y cuantas son, eso no lo sé. Para eso necesito la carta.

Todo eso me resultaba una gran fábula, pero por alguna razón seguí escuchándolo y preguntando:

- ¿Pero cómo entra usted en esta historia?

- Mi padre era miembro de la asociación. Él murió antes que el Abuelo, claro. La familia de Funes también estaba ahí, y había más gente. Me temo que no debemos ser los únicos que estamos detrás de estas pistas, mi amigo.

-¿Y para qué sirven esas piedras? ¿Son valiosas o qué?

- Por lo que sé, las piedras en sí no tiene mucho valor. Lo importante es que aquel que las reúna todas puede presentarse en un banco específico, donde le será entregada una inmensa suma de dinero, depositada allí desde hace años.

- La verdad que no entiendo nada, qué quiere que le diga. No veo por qué alguien inventaría una cosa como ésta…

- Supongo que por lo mismo que vos te subiste a aquel tren, Valentín: para escapar de la rutina, para darle un sentido a la vida.

-¿Y quién le asegura que esto es así? ¿Qué pasa si reunimos las piedras y después en el banco se nos ríen en la cara?

-Se supone que junto con la carta hay un documento que certifica la entrega del depósito. Aunque estuve revisando el Diccionario, pero no pude encontrarla. Temo que Funes nos haya engañando…

Seguí su mirada mientras hablaba y vi el Diccionario abierto sobre la mesa. Lo tomé y pasé rápidamente sus páginas, pero no había nada. “La carta está dentro del Diccionario”. De pronto, como si de una epifanía se tratara, lo arrojé con fuerza al suelo.

¡TOC! Al caer se hizo pedazos. Victorio me miró estupefacto. Sin embargo, entre las tapas desencajadas, asomó la punta de un papel.

Me apresuré en terminar de despegar la tapa: dentro había un sobre con un pájaro estampado. Victorio lo abrió y leyó su contenido: una carta, y un documento bancario, ambos de un color amarillo por el tiempo.

No hace falta que transcriba aquí la totalidad de la misiva. Lo único que importa es el poema con el cual finalizaba:

“… Y como los Magos que en el cielo,
siguieron a las Marías,
para terminar siendo Mosqueteros…”


- ¡Nueve! – Exclamé- ¡Son nueve piedras!

- Tres por los Reyes Magos, tres por las Tres Marías, y otras tantas por los Tres Mosqueteros… - Respondió Victorio, reflexivo.

- Bueno, eso significa que ahora tenemos que encontrar nueve piedras…

- Ocho. – Dijo Victorio, y sacó algo de su bolsillo.

3 comentarios:

Jardinero del Kaos dijo...

te la voy a hacer facil, con tanto fernet y clonazepan en en la cabeza no puedo pensar claro.

-obsidiana
-amatista
-gardenia
-karma

soy el primero!!! lero lero.
perdon estoy ebrio, empastillado y deprimido.

Anónimo dijo...

Espectacular!!! Aunque venimos un dia atrasados... Lo estas subiendo a la noche tarde, no??? Bueno, espero a la proxima mientras pienso palabras, esta muy entretenida la historia, parece increible que sea improvisada!!!

Paula Daiana dijo...

Albatros, mire usted de donde viene ese nombre... más que atrapante Galán, hoy llego hasta la nueve y mañana continuo la saga