
Cuando le llegó la carta de despido sintió que se le caía el mundo. No lo sorprendió, después del desastre que había hecho en su oficina, pero aquel lugar era el único en el que había trabajado desde que había terminado el colegio secundario. Esas paredes grises eran su vida, y, aunque las odiaba, no podía imaginar sus días libres fuera de ellas.
Somosa guardó sus escasas pertenencias en una caja de cartón: un lapicero vacío, dos portarretratos con fotos recortadas de revistas, una carpeta sucia llena de hojas amarillentas y la vieja Remington que tras el golpe había perdido medio alfabeto. Tiró todo en el tacho de basura más cercano.
Avanzaba con las manos en los bolsillos de su raído traje gris. Pasó por la esquina del Albatros, pero no se dobló en sus ventanas: sólo tenía ganas de caminar sin hablar con nadie.
Somosa sabía que había vivido todas sus vueltas al sol esperando. Esperando su primer día de clases, su primer beso, su primer trabajo, su primer amor. Esperando cosas que nunca sucedieron. “Persevera y perseverarás”, había escuchado alguna vez al pasar.
Por un instante, casi sin darse cuenta, coqueteó mentalmente con las más románticas formas de suicidio. Cortarse las venas en una bañadera le parecía la mejor: la muerte lenta, tibia, en paz. Odiaba la violencia. Tampoco le hacia gracia el dolor de estómago que la ingesta desmesurada de pastillas podría llegarle a causar antes de que la parca lo pasara a buscar. Se sorprendió al planear con detalle, al punto de vacilar entre el Canon & Gigue for Strings de Pachelbel o el Adiós Nonino de Piazzolla sonando en su acuático lecho de muerte.
Había esperado llamadas que no llegaron, oportunidades que se fueron y malgastado bravura en romper el lugar antes que en tomar en teléfono por su cuenta.
Somosa se detuvo en seco y de pronto su transcurrir en pasado se hizo presente: Somosa mira y piensa. Palpa el generoso cheque que la empresa gris le dio a cambio de echarlo de patitas a la calle y apunta con la mirada hacia el horizonte. No muy lejos divisa el banco y se alegra al notar que aún no son las tres de la tarde.
Somosa tiene planes improvisados: cobrar, compararse un traje nuevo y caminar hacia la agencia de viajes.
Somosa guardó sus escasas pertenencias en una caja de cartón: un lapicero vacío, dos portarretratos con fotos recortadas de revistas, una carpeta sucia llena de hojas amarillentas y la vieja Remington que tras el golpe había perdido medio alfabeto. Tiró todo en el tacho de basura más cercano.
Avanzaba con las manos en los bolsillos de su raído traje gris. Pasó por la esquina del Albatros, pero no se dobló en sus ventanas: sólo tenía ganas de caminar sin hablar con nadie.
Somosa sabía que había vivido todas sus vueltas al sol esperando. Esperando su primer día de clases, su primer beso, su primer trabajo, su primer amor. Esperando cosas que nunca sucedieron. “Persevera y perseverarás”, había escuchado alguna vez al pasar.
Por un instante, casi sin darse cuenta, coqueteó mentalmente con las más románticas formas de suicidio. Cortarse las venas en una bañadera le parecía la mejor: la muerte lenta, tibia, en paz. Odiaba la violencia. Tampoco le hacia gracia el dolor de estómago que la ingesta desmesurada de pastillas podría llegarle a causar antes de que la parca lo pasara a buscar. Se sorprendió al planear con detalle, al punto de vacilar entre el Canon & Gigue for Strings de Pachelbel o el Adiós Nonino de Piazzolla sonando en su acuático lecho de muerte.
Había esperado llamadas que no llegaron, oportunidades que se fueron y malgastado bravura en romper el lugar antes que en tomar en teléfono por su cuenta.
Somosa se detuvo en seco y de pronto su transcurrir en pasado se hizo presente: Somosa mira y piensa. Palpa el generoso cheque que la empresa gris le dio a cambio de echarlo de patitas a la calle y apunta con la mirada hacia el horizonte. No muy lejos divisa el banco y se alegra al notar que aún no son las tres de la tarde.
Somosa tiene planes improvisados: cobrar, compararse un traje nuevo y caminar hacia la agencia de viajes.