
¿Qué tienen en común? Nada. Tal vez sólo el hecho de no confiar mucho en la gente. O quizás de hacerlo demasiado.
Darío Solanas espera nervioso en su viejo auto. No quiere tocar bocina para no llamar la atención, simplemente espera. Respira y sale vapor, es una mañana fría en Avellaneda.
Eugenio Echagüe se levanta y prepara su desayuno: medialunas de ayer calentadas en el microondas y café con leche. Otro día más de oficina.
Darío comienza a ponerse inquieto: su colega, quien tenía que hacerle la segunda, viene algo retrasado. O no viene. ¿Lo dejaría plantado una vez más?
Eugenio se ajusta el nudo de la corbata, el mismo que aprieta y afloja cada día. Mira sus zapatos: los lustró la noche anterior, pueden aguantar una semana más. Mientras se lava los dientes baila en su mente un pensamiento que no es capaz de olvidar: en ese momento podría estar amaneciendo con ella, si su compañero de trabajo no lo hubiera traicionado.
Solanas maldice a su cofrade: se promete no volver a confiar en él. Decide de todos modos resolver el trámite sólo, porque no quiere dejarlo pasar de ese día. Pone en marcha el motor y acelera con fuerza.
Echagüe es un hombre común. Clase media, empleado administrativo, no le sobra ni la pasa mal. Tiene sus ahorros, pero los guarda para comprarse el auto, está cansado del tren y el subte. Cierra con llave la puerta de su casa, se da vuelta y escucha una terrible frenada.
Darío Solanas identifica al sujeto: joven, traje azul a rayas, maletín de cuero. Se baja del vehículo, lo amenaza con el arma y lo obliga a subir. Es temprano aún, no hay un alma en la calle. De todos modos luego de unas cuadras detiene el coche, golpea a la víctima y lo ata de pies y manos. También le venda los ojos.
Eugenio Echagüe se despierta con dolor de cabeza. No sabe dónde está, tiene la vista tapada. En la boca un sabor metálico le avisa que por ahí corrió sangre. Intenta moverse, pero se da cuenta de que está atado. Sin embargo aún puede hablar: pregunta dónde está, pero lo calla una voz agitada y nada tranquila.
Darío se mueve nervioso por la habitación oscura. Revuelve papeles, se para, se sienta y relojea cada dos segundos el teléfono. Finalmente se decide a llamar. No es grata la sorpresa.
Eugenio escucha que marcan un número, luego una charla casi inaudible y finalmente un golpe fuerte y seco. Recién entonces comprende su situación: está secuestrado. Seguramente estarían contactando a su familia para pedir rescate. Aunque no había nadie en su casa, y él había escuchado una conversación.
Darío le pregunta el nombre al sujeto que yace a sus pies. Eugenio contesta su gracia.
Solanas putea, da vueltas por la habitación y golpea la mesa. En la otra mano porta el arma. Echagüe va comprendiendo cada vez mejor su situación. Le dice a su captor que al parecer se equivocó de persona.
A Darío no le gusta tanta confianza repentina: se para de un salto y apunta a Eugenio a la cabeza, no sea cosa que se confundan los papeles y se olvide quién era el secuestrador y quién el secuestrado.
Aunque Eugenio no puede ver, interpreta el gesto. Sabe que a partir de ahora debe cuidar muy bien sus palabras. Sólo ellas pueden salvarlo.
Solanas afirma que el que se equivocó no fue él, sino su compañero: aquel que le había marcado mal la casa y le había fallado en el momento indicado.
Echagüe le responde que comprende perfectamente la situación, ya que él también había sido traicionado esa misma mañana.
La repentina comprensión calma un poco los ánimos de Darío Solanas: se sienta y apoya el arma sobre la mesa. Eugenio Echagüe interpreta el gesto una vez más y se prepara para actuar.
Darío confiesa que ya no sabe en quién confiar, si sus propios amigos lo traicionan. Eugenio le cuenta que ese día le habían dado el día libre, para que pudiera visitar a su hijo que sólo ve una vez al mes, pero que su mejor compañero se hizo pasar por enfermo y por eso él tuvo que ir a trabajar.
Solanas se va relajando poco a poco, siente una extraña simpatía por ese extraño que le habla desde el piso. Enciende un cigarrillo y estira las piernas. Echagüe comprende y sonríe para sus adentros. La traición era cierta, el hijo no.
Darío va aflojando. Abre un paquete y le ofrece un cigarrillo al maniatado. Echagüe duda, luego acepta pero pide que le afloje un poco las cuerdas, para poder fumarlo. Darío se rehúsa. Eugenio entiende que no va a ser tan fácil.
El tiempo pasa y la conversación fluye. La confianza entre esos dos desconocidos aumenta considerablemente. Uno es feliz al ser escuchado y comprendido. El otro habla muy bien y miente mejor. El primero cree ir haciéndose un amigo. El segundo se convence de ir deshaciéndose de un enemigo.
Finalmente, Eugenio Echagüe da en el clavo. Milagrosamente, Darío Solanas accede. El raptor nunca antes se sintió tan cómodo ni se mostró tan inseguro. El raptado nunca antes se sintió tan incómodo ni se mostró tan seguro. A fuerza de charlas, Echagüe se gana la confianza de Solanas. A paso de puchos y palabras, Solanas aprende que no debe confiar en nadie.
Se hacen dos promesas esa tarde: Darío promete que apenas pueda arreglar el asunto no le dará mayores problemas a Eugenio. Eugenio promete que si Darío lo libera no tomará represalias contra él. Ninguna de las dos se cumple.
Eugenio Echagüe pide permiso para ir al baño. Darío Solanas concede y afloja las cuerdas de sus manos.
Los movimientos son rápidos: Echagüe manotea el arma y dispara al bulto que apenas divisa. Termina de sacarse la venda de los ojos y descubre que dio en el objetivo. Solanas se retuerce en el piso mientras su estómago chorrea sangre. Estira su mano y roza el calzado de su asesino.
Echagüe planea a la perfección lo que le dirá a la policía. Lo que no sabe es que Solanas dejó marcadas con sangre sus huellas digitales en sus zapatos.