
Tan sólo si existiera una regla superior y trascendente al mundo humano podría calificarse a estos seres de “malos”. Pero, siendo el bien y el mal un invento de los hombres, ¿quién podría juzgar sus actitudes mundanas?
El uno sembraba ilusiones y cosechaba desdichas. Tiraba sus semillas sobre hombres crédulos, padres de familia, trabajadores ahorristas o simples mojigatos de pueblo. Las promesas eran sus espadas y la palabra su cota de malla ante cualquier ataque enemigo. Vendía humos y flores de colores. Y cuando los pétalos se marchitaban ya era muy tarde para explicaciones.
El otro engañaba a mujeres con sus dientes de perlas. Las invitaba a las regiones más bellas, les hablaba de amor, de un futuro deseado y de lunas eternas. Ninguna podía resistirse a su encanto varonil, tenía el toque justo de macho y caballero. La rosas brotaban de su boca cómo cálidas cerezas y anillos de diamante. Cuando se cansaba de ellas, simplemente desaparecía.
El tercero repartía tristezas expandiendo mares de lágrimas. Las saladas se contagiaban y por donde pasaba ennegrecía corazones y enmudecía las risas. Era imposible no sentirse un miserable a su lado y más de un gentil se había quitado la vida luego de una charla con él. Portaba malas nuevas y viejas. Sólo de vez en cuando sonreía.
Uno más había, tal vez el más fiero, que gastaba una pequeña cajita. En ella guardaba el peor de todos lo males: el desaliento. A nadie alegraba y robaba las almas de los héroes de ocasión, de los consagrados, de los ídolos casuales. Si alguien triunfaba no tardaba en caerse de los laureles luego de que él lo soplara. Y si alguien perdía nunca llegaría a ser nadie si él no lo dejaba.
Los cuatro solían reunirse en un bar una vez al año a ahogar sus penas. No eran felices ni pretendían serlo, tan sólo respiraban su humanidad fumando momentos sin gloria.
No se les conoce familia alguna. Mas se dice que sus hijos se multiplican a gran escala, poblando cada vez más este parco mundo.
El uno sembraba ilusiones y cosechaba desdichas. Tiraba sus semillas sobre hombres crédulos, padres de familia, trabajadores ahorristas o simples mojigatos de pueblo. Las promesas eran sus espadas y la palabra su cota de malla ante cualquier ataque enemigo. Vendía humos y flores de colores. Y cuando los pétalos se marchitaban ya era muy tarde para explicaciones.
El otro engañaba a mujeres con sus dientes de perlas. Las invitaba a las regiones más bellas, les hablaba de amor, de un futuro deseado y de lunas eternas. Ninguna podía resistirse a su encanto varonil, tenía el toque justo de macho y caballero. La rosas brotaban de su boca cómo cálidas cerezas y anillos de diamante. Cuando se cansaba de ellas, simplemente desaparecía.
El tercero repartía tristezas expandiendo mares de lágrimas. Las saladas se contagiaban y por donde pasaba ennegrecía corazones y enmudecía las risas. Era imposible no sentirse un miserable a su lado y más de un gentil se había quitado la vida luego de una charla con él. Portaba malas nuevas y viejas. Sólo de vez en cuando sonreía.
Uno más había, tal vez el más fiero, que gastaba una pequeña cajita. En ella guardaba el peor de todos lo males: el desaliento. A nadie alegraba y robaba las almas de los héroes de ocasión, de los consagrados, de los ídolos casuales. Si alguien triunfaba no tardaba en caerse de los laureles luego de que él lo soplara. Y si alguien perdía nunca llegaría a ser nadie si él no lo dejaba.
Los cuatro solían reunirse en un bar una vez al año a ahogar sus penas. No eran felices ni pretendían serlo, tan sólo respiraban su humanidad fumando momentos sin gloria.
No se les conoce familia alguna. Mas se dice que sus hijos se multiplican a gran escala, poblando cada vez más este parco mundo.