
sábado, 19 de febrero de 2011
Café amargo

jueves, 10 de febrero de 2011
Declaraciones descartables

Es víspera de fin de semana y prepara las piezas del juego. Había comenzado bien, ganando el domingo entre amigos, y pretendía terminar aún mejor. Pero el partido más difícil se jugaría esta noche, fuera de la cancha.
Dispone zapatillas, calza remera colorida pero sobria, fiel a su estilo, y debate interiormente si bermudas o jean. Aunque preferiría el primero, opta por el último, no sea cosa que no lo dejen entrar en ciertos lares.
Envuelto en su campera (no hace frío, pero en la moto siempre se siente), aprieta el acelerador y comienza a alejarse poco a poco del barrio, rumbo al centro de las luces. Repasa mentalmente la estrategia infalible, aunque sabe que la única certeza es que siempre falla. Algún día, tal vez…
Llega al bar, se apea del vehículo e ingresa sonriente. La charla con los muchachos ronda los mismos temas de siempre: jornada laboral, mujeres, vacaciones, fútbol y… mujeres. De pronto, en la fría hora que precede al alba, cuando ya la previa se comió la noche y es tarde para probar suerte en otro sitio, nuestro héroe blande su arma más temida: pide la cuenta y una birome. Sus cofrades saben que ha llegado el momento de dejar el dinero sobre la mesa y partir, dejar al campeón solo con su lucha.
La mesera, víctima ingenua, trae la pluma que el Cervantes de bolsillo hace bailar ligeramente sobre una servilleta de papel. Paga con propina incluida y mensaje anexo. ¿Fue, acaso, una epístola romántica lo que entregó a su amor imposible? No realmente, aunque sí anotó su nombre y un número de teléfono. Vistiendo el ropaje de la esperanza que nunca se pierde, el simpático acosador de mozas se va con la frente en alto.
Nadie recuerda ya cuándo había empleado el truco por vez primera. Quizás en medio de una borrachera estival, o habría comenzado todo como una broma entre amigos; lo cierto es que en mil y una noches de papelitos autografiados a distintas mujeres con delantal, nunca había recibido una respuesta.
El sol que entra por la ventana lo despierta. Infiere que se trata apenas del mediodía, por la resaca aún presente en su cabeza. Se prepara para descansar un rato más, cuando los acordes de Guetta lo despabilan de golpe: su celular brilla exhibiendo un número desconocido.
Quizás, esta vez, la fórmula había resultado.
[Dedicado a un amigo, cuya gracia no daré por cuestiones obvias]
miércoles, 2 de febrero de 2011
Juego de espejos

Te vi desde el primer escalón, estabas sentada de espaldas a la máquina. Tomé mi boleto y me ubiqué en frente tuyo. No supe que te interesabas en mí hasta el primer semáforo. Nunca una mirada directa, nunca la belleza de tus ojos como dos lunas llenas sobre los míos. No hicieron falta: yo los espiaba de costado y sabía que me buscaban. Sin decirme nada, sin un gesto siquiera, te gustaba provocarme, llamar mi atención. Y en ese momento odié tu ciencia deductiva. Porque supe que sin hablar ni escuchar ya lo sabías todo. Ciertos detalles tuyos, la forma de vestir, el misterio de tu rostro develaban tu fascinación detectivesca, tu convicción, tu astucia. La pose arrogante denotaba tu personalidad indubitable y austera. Entonces supe que me estabas deduciendo, me veías y me etiquetabas, me subsumías bajo leyes universales. Conociendo mi vestimenta, la hora, el recorrido del colectivo, sólo bastaba con ver mi bolso con el conocido escudo de la docta mujer de níveos senos para inferir que era estudiante universitario, que estaba llegando un poco tarde y que bajaría en la esquina de la facultad de filosofía. En cambio yo… no podía saber nada de vos. Tu vestido de domingo, el largo de tus cabellos sujetados por una vincha, los auriculares clavados. No soy bueno en esto, no podría adivinar ni lo que estabas escuchando. Tu seguridad y confianza me abrumaban, me incomodaban, no sabía qué postura tomar. Si cruzaba las piernas pensarías que estaba nervioso y si las estiraba que era un vago. Entonces me iluminé, encontré la forma de salir de tu laberinto disyuntivo: iba a darte un regalo. Una magia, la más antigua, la que inició las cadenas de pensamiento pero que, paradójicamente, tu lógica no esperaría. El asombro. Inspirado por un impulso repentino me levanté y toqué el timbre. Me bajé en una parada cualquiera, obsequiándote algo que pude darme cuenta de que hacía mucho tiempo que no experimentabas. La sorpresa se reflejó en tu mirada que alcancé a ver, por primera y última vez, por el espejo retrovisor antes de tocar tierra, mientras el círculo de tus labios absortos devenía poco a poco una sonrisa.