
¿De qué sirve pretender la conservación cuando todo es perecedero? ¿De qué sirve inventar el sustantivo en un mundo que es esencialmente verbo? El gran anhelo humano es mantener, solidificar, volver estático lo dinámico, cuando la única realidad es que todo cambia. Todo y nada son dos absolutos irrealizables, idílicos como los límites matemáticos, inalcanzables. Dos extremos invisibles e irreales entre el verdadero segmento que es el movimiento, el devenir. Hombres y mujeres nos afanamos en conservar inalterable nuestras pertenencias, nuestro cuerpo, la juventud, las relaciones, el tiempo, nuestra vida… pero todo cambia, todo empieza y todo acaba. No hay para siempre, sólo sucesiones de momentos alterables a cada instante.
Así como deseamos ponerle a todo una etiqueta, clasificar en especies cuando no hay más que diferencias de grado, así nos empeñamos también en recortar en partes iguales un chorro de agua. Mas no se puede detener el río.
Todo es pasajero, todo fluye. Lo permanente es sólo una ilusión.
Sin embargo, ¿constituye esto un límite para la felicidad? Todo lo contrario, no hay límites. Sólo hay que dejarse llevar.