
Ella me devuelve al estado de la conciencia. Cualquier
observador de la escena diría que ella me despierta, pero yo lo siento así: me
devuelve al estado de la conciencia. Entonces comprendo que todos los dualistas
de algún modo tenían razón: hay dos mundos. Hay dos realidades, inteligible y
sensible, decía Platón; pensamiento y extensión, prefería Descartes. Pero hay
otro más básico, que experimento en este mismo instante: conciencia-inconsciencia.
Cuando duermo entro en el mundo de lo inconsciente, no siento, no capto, no
controlo, como si estuviera muerto. Ella me toca, me acaricia el pelo, me habla
dulcemente al oído y yo vuelvo al mundo de la conciencia. Me siento en la cama,
miro, oigo, huelo, saboreo el mate-de-amor que me alcanza, y “despierto”. Vuelvo
al mundo de la conciencia. Cada día, me voy y vuelvo. ¿Cuál fue primero? ¿Cuál
será el final? Desde ahora me es imposible dejar de sentir el traspaso, es como
prenderme y apagarme, entrar y salir. Salgamos. Ella me propone ir a la playa y
allá vamos. Una vez en la arena, me siento y pienso. Miro el mar, porque el mar
siempre me hace pensar, y no es que yo deje alguna vez de pensar, claro (salvo,
tal vez, en el mundo de la inconsciencia), pero quiero decir que el mar me hace
pensar, así, en cursiva. Veo el horizonte
y el vasto mar como un límite, una línea natural que me dice “hasta acá llegaste,
no va más”. No se puede pasar el mar, se termina la tierra acá, caminá todo lo
que quieras pero de acá no pasás. Entonces pienso en los viajes (porque viajar
es otra de las cosas que me hace pensar, es decir, pensar) y en la paradoja del traslado. En la cotidianeidad que uno
establece en su vida, con sus costumbres y cafés con leches, manías y
descansos, escapes y lecturas. Y me viene a la mente el concepto de escape, de
salida, de viaje. Pero, ¿escapar de qué? Si cuando uno viaja, siempre llega. Y cuando
uno llega se vuelve a instalar, vuelve a reproducir las manías, las costumbres
y descansos. Las comidas, las necesidades básicas y los momentos divertidos. Entonces,
uno se traslada de un punto hacia otro para volver a establecer una rutina. Y a
veces se escapa y vuelve (¿A dónde vuelve?) y otras se va y no vuelve (¿A dónde
debería volver?). Si la repetición se hace siempre presente, si A es igual a B,
¿para qué viajar desde A hacia B? Y entonces, mientras digo la pregunta,
eurekeo la respuesta: para eso mismo, para viajar. Lo que vale no es ni el
punto de partida ni el de llegada, sino el viaje. El sentido de cambiar es el
cambio mismo, después, cada estación es igual a la otra, porque somos animales
de costumbres y solemos adorar siempre a los mismos dioses. Lo importante,
siempre, es moverse. Moverse es señal de que estamos vivos.