Hay momentos, días, en los que sentís algo
extraño en la piel. El corazón se ensancha, se diluye, se infla, no entra en el
pecho. Una extraña sensación recorre el cuerpo, haciéndote sentir incluso la
ropa que llevás puesta. El aire huele diferente y hasta el peso de una pluma te
hace ladear la cabeza. Las nubes, una discusión, un malentendido sutil o el
retraso de algo tan esperado pueden ser causas de tales particularidades. Días
de hipersensibilidad. Días en los que te preguntas si no habría sido mejor seguir
durmiendo. Días en los que comprás por dos segundos el viejo sueño hippie de
dejar todo y viajar. Hay algo malo en esos días. Una sensación rara, una susceptibilidad
extrema que te lleva a cuestionarte tonterías o incluso a llegar al extremo
narcisista de imaginar tu propio velorio. Sin embargo, en esos momentos donde
tomás conciencia de que algún día todo se va a terminar, es cuando más te
aferrás a la vida. Luego, las lágrimas mariconas que siempre afloran cuando
meditás en este tipo de nimiedades emocionales devienen una muestra de
felicidad. Te acordás de la familia, los amigos, el amor de tu vida, y no te
importa cuántos de tus proyectos se cumplieron ni cuántos quedaron en el
camino. El deseo se vuelve presente y realizado. Porque el deseo es simplemente
estar vivo. Los sentidos se hipersensibilizan, y cada instante se transpira,
cruda señal de vida. Y comprendés la relación entre calor-vida-movimiento. Entonces,
ya está, ¿qué importan los misterios divinos, el antes y el después, lo eterno
y trascendente? El aquí y ahora te dice que estás vivo. La vida puede ser un
fósforo o una vela, un hogar o una hoguera, una chipa o una estrella. Pero
mientras ese fuego brille, habrá vida. Y eso no es poco.
de C O M P A Ñ E R O
Hace 4 años