viernes, 31 de octubre de 2008

Treinta y Uno



- ¿Qué? ¡No puede ser! ¿Estás seguro?

- Sí, Julia, sí. Nos cagó.

- ¡Qué hijo de puta!

La cabeza me trabajaba a mil: esto no podía estar pasando, tendría que tratarse de una equivocación. Victorio no podía haberme cagado así, no después de todo lo que vivimos. No después de nuestra charla de esa mañana.

- Pensemos Valentín, ¿a dónde pudo haber ido?

- A cobrar la guita, obvio.

- ¿Vos sabés dónde está el banco?

- No, ni idea. Me acuerdo que junto con la carta había un documento bancario, pero nunca hablamos de de eso.

- ¿Y qué decía la carta?

- Yo sólo me enteré del poema, gracias al cual supimos que se trataba de nueve piedras.

- ¿Qué poema?

- Decía algo de los reyes magos, las tres marías y los mosqueteros…

De pronto la cabeza me hizo un clic.

- “En la cabeza del vigilante de la metrópolis”…

- ¿Qué decís?

- ¡Claro! ¡Todo cierra! Ya sé lo que tengo que hacer.

- ¿Qué pasa Valentín? ¿Qué sabés?

- Nada, vos quedate tranquila, no salgas del hotel Yo me encargo de esto. Ahora te dejo, ¡no tengo tiempo que peder!

Colgué sin darle demasiadas explicaciones. Le pedí a la dueña del hotel un vaso con agua y una aspirina, y la dirección de la agencia donde se alquilaban los autos. Antes de salir hice un par de llamadas más. Le dejé diez mangos sobre el mostrador.

Corrí hacia la agencia con el corazón palpitando de emoción, de pronto todo me cerraba ¡Cómo no me había dado cuenta antes! Alquilé un Palio y rápidamente salí a la ruta dos, debía apurarme si quería alcanzar a Victorio. Igual ya le llevaba una ventaja que él desconocía.

“Como los reyes, como las marías, como los mosqueteros” ¡Qué idiota fui! Si lo sabía desde un principio…

Tomé la carretera a gran velocidad y en poco más de tres horas estaba entrando en Buenos Aires. Tuve que hacer una breve parada antes de dirigirme hacia mi objetivo: la gran mole de cemento y hormigón que se erguía en el centro de la ciudad.

Paré el auto en medio de Corrientes y me dirigí hacia mi destino final. Cuando llegué noté que la reja de entrada estaba abierta: mi ex compañero de aventuras ya debía estar ahí arriba. Afuera comenzó a llover muy fuerte. Estaba tan concentrado en lo que debía hacer que en ese momento no me pareció extraño que una mujer corpulenta estuviera paseando en un carrito a su bebé a esas horas de la noche.

Subí las escaleras con calma, hasta encontrarme en la cabeza misma del gigante, el guardián de la metrópolis: el obelisco. Allí arriba encontré a quien ya esperaba ver:

- Victorio…

Se dio vuelta tranquilo, como si supiera que yo llegaría de un momento a otro.

- Valentín…

Había estado revolviendo una pila de papeles y de cajas que al parecer llevaban años guardados allí arriba. Estaba algo despeinado y le corrían gotas de sudor por los costados de su rostro, como si hubiese estado buscando algo con desesperación, sabiendo que se le acaba el tiempo.

- ¿Por qué, Victorio? ¿Por qué lo hiciste?

- ¿Cómo me descubriste?

- A decir verdad fue muy fácil, pero mi ingenuidad y mi confianza no me habían permitido verlo desde un principio. En primer lugar, debo decirte que había algo que no me cerraba mucho en la última pista. Además, parecías preocupado por saber si la había leído o no…

Un relámpago se dejó ver por las pequeñas ventanas. El fuerte trueno no tardó en hacerse oír.

- “En la cabeza del vigilante de la metrópolis”. Rosario es una ciudad muy grande, sí. Pero si hablamos de “la” metrópolis, seguramente estamos haciendo referencia a la Capital. Además, decía “en la cabeza”, y la primera piedra fue hallada debajo del monumento…

Victorio escuchaba con atención. Aunque la iluminación era escasa, me pareció ver que llevaba una sonrisa en sus labios.

- Pero lo que realmente me convenció de la verdad de mi presentimiento fue la pista inicial, la del poema: todos sabemos que los mosqueteros en realidad eran cuatro…

- ¡Bingo! ¡Excelente deducción Valentín! D´Artagnan, la pista ambigua… ¿se lo debía contar o no? Esa era la cuestión.

- Claro, y cuando leíste la última pista te diste cuenta de que sí había que contarlo: las piedras eran diez, y la última estaba aquí arriba.

- Exacto. ¿Y qué pensás hacer ahora Valentín? ¿Vas a quitarme la décima piedra? Si das un paso más, la arrojo por la ventana. No creo que te sea tan fácil encontrarla, si es que queda algún pedazo sano, claro.

Un segundo trueno, más fuerte que el anterior, resonó en las alturas.

- ¡Por favor, no seas idiota viejo! ¿A mí con esos trucos baratos? No sé qué tendrás ahí escondido, pero la décima piedra la tengo yo.

Abrí mi mano y dejé ver una roca oscura con un ave casi imperceptible grabada en un costado.

- ¿Qué? ¿Cómo puede ser? ¿Dónde la encontraste?

Por primera vez Victorio parecía impresionado de verdad. Sus ojos incrédulos se abrían grandes ante el objeto que le presentaba.

- ¿Sorprendido? Yo también tengo mis trucos, viejo zorro. Tengo una amiga que trabajaba en la Guardia Urbana, ella tiene otros contactos. La llamé antes de salir para acá, le di las indicaciones necesarias y ¡Voilá! Me entregó la piedra hace media hora.

- Me has dejado sin palabras.

- Y vos a mí, Victorio. Decime: ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?

- No lo entenderías. Es… hice lo que tenía que hacer, era mi parte de la historia.

- ¿Qué decís?

La conversación se vio interrumpida por unos fuertes pasos que venían desde las escaleras. Al parecer los truenos anteriores no nos habían permitido darnos cuenta de que no estábamos solos allí arriba. Me escondí detrás de una columna, justo antes de que una figura enorme y otra pequeña irrumpieran en el cuarto.

- Bueno, bueno, bueno, ¡pero mirá a quién nos encontramos! –Dijo una voz aguda.

Desde mi escondite puede ver a Funes, horriblemente disfrazado de bebé y al Shamán con un floreado vestido de domingo y un brazo vendado.

- Funes, realmente estoy sorprendido. Creí que habías sido arrestado.

- ¿Arrestado, yo? ¡No sabés lo que decís, Victorio! Yo soy un pez gordo, a mí no me van a estar haciendo problemas unos simples azules. Sin embargo, el que sí me causó disgustos fue tu amigo de gris: ¡Mató a tres de mis mejores hombres! Claro que mi esbirro aquí presente se encargó de eliminarlo. ¿Qué gracioso, no? Él muriendo como un héroe para salvarte, mientras que vos no sólo le robaste a la mujer sino que siempre te cagaste en sus cosas.

- ¿Qué querés, Funes?

- Ya sabés lo que quiero, ¡las piedras! Y después tu cabeza, claro. ¡Ah, la venganza, qué belleza!

- No las tengo. El pibe me cagó, él se las llevó.

- No vas a volver a engañarme, ¿entendiste? ¿Dónde están las piedras? ¿Dónde está tu amiguito?

- ¡Acá! –Grité y salí de mi escondite, golpeando con una silla de metal al Shamán en la nuca. Mientras la bestia caía desmayada, Victorio aprovechó y le propinó un terrible puntapié en la nariz al enano.

- ¡Vamos, Victorio! Aún tenemos que arreglar cuentas nosotros, pero este no es el momento.

Bajamos lo más rápido que pudimos las escaleras. Pero Victorio aún tenía la pierna vendada y le costaba caminar. Cuando llegamos a la calle llovía a cántaros. Crucé de una corrida la 9 de Julio y lo esperé en la esquina, pero él avanzaba despacio, rengueando, y esos metros de espera se me hicieron eternos. Justo cuando estaba por alcanzar el cordón de la vereda, dos fuertes estruendos se dejaron oír en el aire. Al principio creí que eran truenos. Me di cuenta que no cuando vi los dos grandes círculos morados que se formaron en el pecho de mi amigo.

Victorio se detuvo, miró hacia abajo y descubrió sus enormes heridas. Con una mano en el pecho me dijo “Ahora sí que me dieron”, y cayó hacia delante. Lo sostuve justo antes de que tocara el suelo. Del otro lado de la avenida puede ver al enano maquiavélico que avanzaba sonriendo, con el rostro cubierto de sangre, y un arma en la mano.

El que no lo vio fue el chofer del micro de dos pisos que circulaba por la avenida. Se oyó un agudo grito y un ruido de golpe seco antes de que el pequeño cuerpo quedara desparramado sobre el pavimento.

- ¡Victorio, Victorio! ¡Vamos viejo! Voy a llamar a una ambulancia.

Mirando hacia otro lado, me hizo un gesto negativo con los dedos.

- ¡Está bien, está bien, un taxi! ¡Vamos, no pierdas la conciencia! Tenemos que ir a un hospital.

Giró la cabeza lentamente y me miró. De su boca caía un hilo de sangre.

- No, Valentín, ya está. Ésta no la cuento: llegó mi hora.

-¡No Victorio, la puta madre! ¡No digas eso, tenés que pelear! ¡Tenés que ser fuerte!

- Valentín… fue un gusto conocerte… cuidá a mi hija, por favor.

- ¿Por qué, viejo, por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¡Por qué me cagaste! Si hubiéramos venido juntos hasta acá, tal vez esto no habría pasado...

Por un segundo creí que ya no volvería a escuchar su voz. Sin embargo, dijo una cosa más:

- Era una prueba, Valentín. La última… Una prueba de astucia, para saber que dejaba a Julia en buenas manos… Yo no buscaba un compañero en aquel tren, Valentín… Yo buscaba un heredero…

No dijo nada más. Cerré sus ojos vidriosos, lo abracé con fuerza y grité con toda mi furia. Nunca supe si creer esas últimas palabras. Supongo que serían una más de sus mentiras, un truco para convertir su traición en un acto de altruismo. Quién sabe, tal vez fueron ciertas… Arrojamos sus cenizas en el Paraná, cerca de su departamento de Rosario.

Tardamos un tiempo en decidir si iríamos a cobrar el dinero o no, nos parecía como algo fuera de lugar. Sin embargo Julia y yo acordamos en que ese había sido el deseo de su padre, así que finalmente nos dirigimos hacia el banco. Menuda fue nuestra sorpresa cuando nos enteramos la suma: 100.000.000… de australes. La conversión nos permitió quitarle los cuatro ceros correspondientes, quedándonos con la módica suma de diez mil pesos, una ganga. Julia vendió la propiedad que había pertenecido a su padre y junto con el dinero del juego y unos ahorros que yo tenía nos pusimos un bar en San Telmo, llamado Albatros.

Por lo menos nos permitieron quedarnos con las piedras: las diez pequeñas formaciones oscuras con una imperceptible ave grabada a un costado hoy descansan sobe una repisa, adornando nuestro hogar.

Había subido a ese tren buscando un sentido a mi vida. Lo había encontrado: me encanta perderme en los preciosos ojos de nuestra hija, Victoria.

jueves, 30 de octubre de 2008

Treinta



Como pudimos nadamos hacia la costa. Por suerte la marea había bajado, lo que nos facilitó un poco las cosas. Cuando logramos hacer pie comenzamos a caminar, y luego a correr. El mar estaba helado, pero mi sangre estaba caliente y mi corazón tocaba un solo de batería.

Llegamos a tierra firme, a la arena mojada y negra, esa donde cuando era chico buscaba almejas. Respirábamos con dificultad, pero estábamos vivos, sanos y salvos. Por la avenida se acercaban las luces de un patrullero. No había señales de Victorio.

- ¿Estás bien?

- Sí, sí… ¿Mi papá?

- No sé, no lo veo.

- ¡Mi papá, Valentín! ¡Hay que encontrar a mi papá!

Escudriñé el mar con mis ojos ardientes de sal, pero ni siquiera con un buen catalejo me hubiera sido posible encontrar a Victorio. La oscuridad de la noche complicaba las cosas.

- ¡Encontralo, Valentín! ¡Esas bestias le dispararon! Si le llegó a pasar algo…

- Tranquila, todo va a estar bien. Tu viejo es un tipo de hierro, no creo que le haya pasado nada.

Sólo lo dije para tranquilizarla, pero la verdad era que yo también estaba preocupado. Mis pupilas ya dilatas comenzaban a ver mejor en la oscuridad. Además, tenía la ayuda de dos fuentes de luz: una artificial, dada por la publicidad del muelle, y una natural, brindada por la misma luna. Esta última fue la que me permitió distinguir una sombra que se movía entre las olas.

Inmediatamente me eché a correr hacia el mar. Corrí más rápido que bajo aquel cielo tucumano, más veloz aún que cuando escapábamos de una falsa alarma en Chile. Ahora corría para salvarle la vida a un hombre.

Me tiré y comencé a nadar lo mejor que pude hacia aquel bulto en el mar. Cuando abracé a Victorio estaba muy pálido. Como pudo se sujetó de mi espalda y lo llevé hacia la costa. Recién cuando salimos del agua noté que tenía herida la pierna izquierda.

- ¡Papá!

- Victorio, ¿estás bien?

- Me dieron, esos hijos de puta me dieron…

Me quité el saco y envolví su pantorrilla, mientras Julia se sacaba su campera rompevientos y hacía un fuerte nudo sobre aquel improvisado tapón.
Desesperado comencé a correr hacia la avenida para llamar a una ambulancia, pero Victorio me detuvo.

- No, ambulancia no, no quiero a la policía. Pará un taxi y que nos lleve a un hospital. Disimulemos.

No pude decirle que no, así que entre ambos lo tomamos por los brazos y lo ayudamos a llegar hasta la calle. Un patrullero había parado cerca y dos hombres uniformados caminaban a lo largo del muelle en dirección hacia el Club.

Paramos un taxi y tuvimos que improvisar una historia: a nuestro viejo tío loco se le había dado por nadar de noche en el mar y se había quebrado la pierna cuando las olas lo habían arrastrado contra el muelle. No sé si sonó creíble, pero el taxista no preguntó nada.

Cuando entramos al hospital Victorio estaba casi desmayado, pero tratábamos de mantenerlo consciente. En cuanto nos vieron le quitaron nuestros trapos de primeros auxilios y cubrieron su herida con vendas y agua oxigenada, mientras lo llevaban hacia el quirófano. Tuvimos que decir que había sido víctima casual de un tiroteo, ahí no podíamos mentir tanto.

Julia y yo esperamos en la sala mientras lo intervenían. Un rato después salió un médico y nos anunció:

- La operación salió bien, extrajimos la bala y el hueso no está quebrado. Sin embargo ha perdido mucha sangre y necesita una transfusión, ¿alguno de ustedes es grupo cero factor RH positivo?

- Yo – Dijo Julia – Yo soy su hija y tengo su sangre, sáquenmela a mí.

Yo soy A, si no con gusto hubiera sido el donante, para evitarle tal disgusto a Julia. Aunque había algo de orgullo en sus palabras, como si de alguna manera le gustara ser ella quien salvara a su padre.

El único que durmió bien esa madrugada fue Victorio: luego de la transfusión lo llevaron a una habitación. Julia y yo nos habíamos quedado en la sala de espera, maldormidos en un banco, con la ropa aún húmeda y llena de arena.

Cuando el sol que se colaba por la ventana comenzó a ser lo suficientemente molesto nos levantamos y entramos en la habitación.

- ¡Victorio, estás bien!

- Bueno, si Sergio Denis fue y volvió, ¿por qué iba a quedarme yo del otro lado?

Sonreí aliviado. Julia estaba de pie, seria, sin decir nada.

- Valentín, debo agradecerte. En primer lugar, por salvar a mi hija. Y luego por salvarme a mí, si no me hubieras rescatado a esta altura estaría flotando entre las olas.

- De nada, viejo. Igual a la que tenés que agradecerle es a tu hija, que así tan flaquita como la vez te donó varios litros de su sangre.

Victorio la miró con un gesto tierno, pero ella lo esquivó sin decir nada.

- Bueno, ahora sí quiero que me digas, ¿cómo lo hiciste?

- ¿Qué cosa Valentín?

- ¡Lo de la piedra! Todos vimos cuando la arrojaste, y sin embargo, sigue ahí, en el bolsillo de tu saco.

- ¿La viste?

- Sí, cuando te llevaron al quirófano me dejaron tus pertenencias. Pero no te preocupes, la dejé ahí en tu bolsillo.

- ¿Y viste la pista?

- Por suerte el mar no llegó a borrarla del todo: “En la cabeza del vigilante de la metrópolis”.

- Claro, hace referencia al Monumento a la Bandera: el vigilante, el soldado, Belgrano, el guardián de la ciudad… El juego era cíclico: no importaba por cuál piedra se empezara, cada una llevaba a la siguiente.

- Sí, eso lo entendí, pero ¿No me vas a contestar?

- Fue fácil, Valentín, ¿no te diste cuenta aún? La piedra que tiré fue la que Funes me había arrojado en la cabeza, la roca falsa de las minas de Wanda.

- Engañado dos veces con el mismo truco, ja, ya imagino su gesto de furia y humillación cuando se entere.

- A propósito, ¿qué pasó con Funes?

- No lo sé, nosotros también saltamos por la ventana. Pero supongo que lo habrá atrapado la policía: unos agentes estaban entrando en el Club mientras tomábamos el taxi.

- ¿Rodolfo? ¿Él también escapó?

- No, él no.

Se hicieron unos minutos de incómodo silencio. De pronto la miré a Julia y sentí que yo estaba de más en esa escena familiar. Así que salí a la sala, diciendo:

- Vuelvo en un rato, supongo que ustedes dos tendrán mucho de qué hablar.

Aproveché el paseo para ir a buscarle ropa limpia a Victorio y llevársela al hospital. Aproximadamente una hora después volví a entrar en la habitación. Padre e hija estaban abrazados, pero al verme se separaron, intentando disimular algo incómodos.

- Bueno Valentín, váyanse de una vez, ¡miren como están! Péguense una ducha, vístanse lindo y salgan a pasear. Supongo que esta noche no me dejarán salir de acá todavía, así que nos veremos recién mañana a la mañana y vamos a cobrar el dinero.

- ¿Necesitás algo?

- No, no se preocupen por mí. Eso sí: ni se te ocurra llevar a mi hija al cuartucho ese en el que estamos: sacá plata de mi billetera y la llevás a un hotel lindo y caro, ¿entendiste?

Sonreí algo avergonzado, mientras Julia se ponía de todos colores. Nos despedimos, acordando que al día siguiente lo pasaría a buscar por la mañana, y si le daban el alta iríamos a cobrar el dinero del juego. Justo antes de que saliera, Victorio me llamó. Julia esperó afuera, entendiendo que tal vez su padre quería que habláramos a solas.

- Valentín, quiero hacerte una pregunta. Cuando pasó todo el episodio en Chile y creíamos que ya no íbamos a encontrar esa piedra, vos dijiste que te habías arrepentido de haberme dicho que sí cuando te propuse esta aventura, ¿de verdad pensabas eso?

- No, viejo, no te preocupes. En ese momento estaba muy caliente, pero la verdad es que, más allá de que lo hayamos logrado, de todos modos nuca me hubiese arrepentido de todo esto, porque para mí fue algo muy bueno haberte conocido.

- Para mí también, Valentín. ¡Pero no nos pongamos sentimentales! Lo importante es que finalmente alcanzamos la gloria, ¿no?

- Claro que sí. Jamás dudé de que lo lograríamos.

- Bueno, dale andá, que Julia te está esperando. Nos vemos mañana.

- Sí, nos vemos mañana.

Pasamos por el cuartito de hotel sólo para retirar mis cosas, luego alquilamos una habitación con Julia en otro más lindo y caro, como nos había ordenado su padre. Después de una ducha calentita y ropa limpia, nos dormimos una buena siesta juntos. Me desperté al atardecer, y mientras ella continuaba durmiendo, pensé en Victorio y sentí lástima por que estuviera solo en esa triste habitación de hospital.

Me levanté y salí decidido a darle una sorpresa. Compré una docena de churros rellenos bañados con chocolate en la panadería La Bellle Epoque, y me dirigí hacia donde estaba internado. Sin embargo, la sorpresa me la dio él a mí, cuando vi que su cuarto estaba vacío.

Pregunté en la recepción si ya le habían dado el alta, y me dijeron que no, pero que él se había retirado bajo su propia responsabilidad. ¿Bajo su propia responsabilidad un herido de bala? Nunca deja de sorprenderme la ineficacia de los trabajadores de la salud. Me pareció extraño, pero aún pensaba que podría encontrarlo en el cuartito de hotel. Sin embargo al llegar allí tampoco estaba. La habitación estaba completamente desocupada: se había llevado todo: su ropa, su bolso. Incluso las piedras.

Cuando le pregunté a la dueña me dijo que hacía aproximadamente una hora Victorio había llegado, había tomado todas sus pertenencias y le había pagado los dos días de estadía.

- ¿No le dijo a dónde iba?

- No. Lo único que me preguntó era dónde podía alquilar un auto a esta hora.

Desesperado, llamé a Julia a la habitación de nuestro hotel:

- ¿Qué pasa, Valentín? ¿Dónde estás? Te fuiste sin decirme nada.

- Nos cagó, Julia. Se llevó las piedras. Tu viejo nos cagó.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Veintinueve



La bala se estrelló contra la pared haciendo pedazos una pictografía que incluía las imágenes de un caparazón, un calamar y un langostino espejados como en un caleidoscopio.

Los cuatro nos sorprendimos al ver que no era el arma de Rodolfo la que había disparado. Dirigimos la mirada hacia la puerta al escuchar una voz aguda que decía:

- Bueno, bueno, bueno, ¿así que festejan el Pesaj y no me invitaron?

Definitivamente tenía que haber alguna conexión entre la asociación y la colectividad judía…

La pistola humeante pertenecía a un hombre con rostro de aberdeen agnus. A su lado, Funes estaba plantado como un bonsái en la entrada. Detrás suyo lo custodiaban dos sujetos de aspecto vacuno. Supuse que el Shamán estaría vigilando la puerta desde afuera.

- ¡Funes! –Exclamó Rodolfo - ¿Qué hacés acá?

- Bueno, ahora sí que estamos todos, poné los fideos… -Agregó Victorio.

- Rodolfo… y Victorio… ¿Juntos? ¡Quién lo diría! Ja, qué par de pájaros los dos…

- ¿Qué pasó? ¿Los detuvo la aduana en Perú? –Dijo Victorio en tono burlón.

Funes frunció el entrecejo y le arrojó un objeto a la cara.

- ¡Auch! –Dijo Victorio al recibir el piedrazo en la frente- ¿Qué te pasa? ¿Estás loco o qué?

- ¿Así que creías que me ibas a engañar con ese truco tan barato, no? ¡No sabés con quién te metiste! Opa, ¿pero quién es esta señorita? ¡Bonitas piernas!

- Alejate de ella, Funes – Dije, colocándome delante de Julia.

- ¿Y vos eras Valentín, no? No me hagas reír pibe, si quiero, con un chasquido de mis dedos puedo volarte los sesos… puedo hacerte una vasectomía con un cuchillo oxidado y luego degollarte como a un chivo… o mejor aún, rociarte con nafta y entregarte al regalo de Prometeo…

Sus palabras no me asustaron: continué firme delante de ella.

- Pero a esta nena la conozco, ¿no? –Siguió el enano- Vos sos la hija de este hijo de puta. Sí, ¿cuánto hace que no te veo? ¿Diez, quince años? ¡Cómo has crecido! Si querés puedo ofrecerte un puesto de trabajo…

Las tres vacas sonrieron.

- ¡No te atrevas a tocarla! –Gruñó Victorio, por primera vez hablando en serio.

- ¡Oh, pero si habló el padre ejemplar, lo olvidaba!

- Funes, esto no tiene nada que ver con vos… -terció Rodolfo, que continuaba apuntando a Victorio.

- ¡Ah, pero yo no lo puedo creer! ¿Ustedes dos juntos? Bueno, pero al parecer no están muy bien las cosas, ¿o sí? – Señaló con la mirada el arma del hombre-de-gris – ¿Por fin te llegó tu venganza, viejo amigo?

- ¿De qué hablás? – Dijo Victorio- ¿De qué tendría que vengarse? Si vos no sabés nada de qué se trata todo esto…

- Oh, sí que lo sé, lo sé muy bien… Y no lo digo por todo este asuntito de las piedras, sino por algo que viene desde hace más de treinta años…

- ¿De qué está hablando este tipo, Rodolfo? –Gritó Julia- ¿Hay algo más que no me contaste de tu relación con mi padre?

Rodolfo y Victorio se miraron de reojo. La voz aguda continuó:

- ¿Cómo, la nena no sabe nada? Más que con tu padre, creo que nuestro amigo de gris debería contarte qué hacía con tu madre, ¿no Rodi? Jaja, ¡la culpa de todo la tiene Yoko Ono! Jaja. Bueno, en este caso la tuvo Justina. Ay, las mujeres, siempre separando a los amigos… por eso las odio.

Julia miraba aturdida a su padre y al hombre-de-gris buscando respuestas, pero ninguno decía nada. Finalmente Victorio rompió el silencio:

- ¡Basta, Funes, eso no tiene nada que ver con nada! No es para sacar viejos trapos al sol para lo que viniste acá, ¿verdad? Vos lo que querés es esto. –Dijo, y sacó la novena piedra del bolsillo.

Funes sonrió:

- Sí, es cierto, vine por esa y por las demás. Primero te voy a robar el tesoro, y cuando me asegure de cobrarlo, ¿adiviná qué? Sí sí, muy bien: te voy a matar.

- Vos no te vas a llevar nada, yo estoy detrás de todo esto desde mucho antes que ustedes dos.

Rodolfo apuntó ahora a la gran cabeza de Funes. Inmediatamente, el aberdeen agnus levantó su arma apuntando hacia el hombre-de-gris, al mismo tiempo que los otros dos bovinos metían las manos en los bolsillos de sus sacos.

- ¡Ey ustedes! No se olviden que lo que quieren es esto –Victorio levantó la mano mostrando la piedra- Sin ésta no hay dinero, claro. Así que si no bajan sus armas ya, la voy a tirar al mar…

- No harías eso Victorio…

- ¿Querés probarme, Funes?

- ¿Pero no podríamos llegar a un arreglo? ¿Repartir el dinero? –Intentó mediar Rodolfo.

- ¡No seas ridículo! Esa piedra me la llevo yo, junto con todas las demás.

Yo miraba la escena sin saber qué hacer. En verdad ya no me importaba cómo se resolviera toda esa situación, lo único que se me ocurría era proteger a Julia.

- Si no bajan las armas, la voy a tirar…

- ¡Basta Victorio! Muchachos, quítensela.

Los dos sujetos de aspecto vacuno dieron un paso, sin embargo Victorio exclamó:

- Ok, como quieran…

Arrojó la piedra con todas sus fuerzas contra una ventana que daba al mar. El vidrio se hizo añicos y todos nos cubrimos la cara. Victorio, aprovechando el desconcierto general, saltó por la ventana, terminando de romperla.

Al ver lo sucedido Funes se puso a gritar como un loco:

- ¡Mierda! ¡No puede ser que siempre se escape de la misma manera! ¡Fístula! ¡Firualais! ¡Atrápenlo, que no se escape!

Los bovinos se acercaron a la ventana sacando sus armas y comenzaron a disparar contra las olas.

De pronto el hombre-de-gris hizo algo que nos sorprendió a todos:

- ¡No lo maten, bestias! –Gritó, y les disparó a los dos custodios dos certeros tiros en sus testas. Ambos cayeron, dejando una mancha de sangre negruzca sobre el piso de madera.

Julia comenzó a gritar como una histérica. Me arrojé sobre ella y caímos al suelo. Cuando levanté la mirada vi que el cabeza de aberdeen agnus apuntaba a Rodolfo y disparaba dos veces: la primera le erró, pero la segunda fue directo a su estómago.

Rodolfo se tambaleó y se arrodilló en el suelo. Aby estaba listo para dar el golpe definitivo, pero el hombre-de-gris se levantó y le encajó dos balazos en el pecho. El bovino cayó con un golpe seco, muy cerca de donde estábamos.

“Vamos, Julia, tenemos que irnos de acá” le dije al oído. La puerta se abrió de golpe y entró el Shamán con un arma en la mano. Al ver la escena se paralizó por unos segundos. Funes gritaba órdenes escondido debajo de la mesa:

- ¡Idiota! ¿Por qué tardaste tanto?

Llevé a Julia gateando hacia la ventana rota, cubriéndole suavemente los ojos para que no viera a los cuerpos de los dos custodios que yacían junto al marco.

Lo último que llegué a ver fue al hombre-de-gris con una mano en su estómago sangrante y la otra apuntando con su pistola al Shamán que, de pie, hacía lo mismo hacia la cabeza de Rodolfo.

Cuando saltamos hacia el mar me pareció escuchar al menos tres disparos más y el llanto de unas sirenas.

martes, 28 de octubre de 2008

Veintiocho



Me disculpé con la señora y la despedí con un beso en la mejilla (mirándola bien, no le quedaba tan mal el vestido ajustado rojo). Victorio me llevó hacia la puerta del Casino casi de la mano. Una vez afuera, comenzó a caminar más despacio, mientras me decía en voz baja:

- Está en el Club de Pescadores.

- ¿Cómo sabés? ¿Te lo dijo tu amigo?

- Sí. Bah, no exactamente. Me equivoqué sobre él: no sabe nada de las piedras ni del juego. Sin embargo, dijo algo acerca de un objeto que está guardado en el Club desde hace varios años. Estoy seguro que tiene que ser la piedra.

- O sea que estamos siguiendo tan sólo una corazonada…

- Sí, pero nunca me fallaron. ¿O qué te creés que fue lo que me impulsó a proponerte ser mi compañero de aventuras?

- Buen punto. ¿Y cómo se supone que vamos a entrar?

- Me dio una llave.

-¡Impresionante! ¿Qué le prometiste a cambio?

- Que mañana ibas a llevar al cine a su esposa…

Mientras caminábamos vi la hora en la vidriera de un negocio. Siempre me sorprendió de las tiendas de la costa que estuvieran abiertas hasta tan tarde. Porque si uno quería comprar de noche unos anteojos de sol o un protector solar factor 20 para poder utilizarlos temprano a la mañana siguiente, bueno, podría llegar a entenderse… ¿Pero para qué iba a estar abierta una verdulería a las doce de la noche?

¡Las doce de la noche!

- ¡Esperá Victorio!

- ¿Qué pasa?

- Tengo que hacer algo, ya vengo…

- ¿Justo ahora?

- Sí, me tomará sólo unos minutos… Pero mejor vos andá, esperame en el Club, en un ratito te alcanzo.

- Bueno, pero no tardes demasiado.

Me dirigí hacia la rambla y luego bajé a la playa. Ahí estaba Julia, más hermosa que nunca. Se sorprendió al verme vestido de traje.

- ¡Ey, no hacía falta tanta pinta! Yo me vine así nomás.

-No seas tonta, ¡estás preciosa!

- Bueno, ¿y qué se supone que vamos a hacer, galán? ¿Me vas a invitar a tomar algo? ¿O sólo vamos a caminar por la playa?

- Ambas dos, pero podemos empezar con la caminata.

Paseamos un rato por la arena, de la mano. Luego nos besamos bajo la pálida luz de la luna. En el fondo, el gigantesco anuncio de Quilmes me recordaba que mi amigo me estaba esperando y no quería fallarle.

- Julia, ¿te acordás que a la tarde te dije que tenía algo que contarte? Algo acerca del viaje…

Su sonrisa se congeló por un instante. Dudó un poco antes de decir:

- No, no me acordaba. ¿Es importante? ¿Por qué mejor no lo dejamos para mañana?

- No, no puedo. Te lo quiero decir ahora. Además, hay alguien que me está esperado…

- ¿Qué? ¿Estás con alguien? Si era eso me lo hubieras dicho desde un principio y no nos veíamos más…

- No, pará, no pienses cualquiera. Acompañame, quiero que conozcas a alguien.

- ¿A quién?

- Es un amigo, no te preocupes. Vení, y de paso te cuento de qué se trata todo esto.

- Valentín, me estás asustando. ¿Pasa algo?

- ¿Confías en mí?

- Sí…

- Bueno, dale, vamos.

La llevé medio a la rastra la poca distancia que nos separaba del muelle. Ella insistía en que no le parecía una buena idea, pero como yo no pensaba desistir, finalmente me siguió, aunque no muy convencida. Caminaba tan entusiasmado que nunca noté que una figura nos seguía.

Subimos al muelle y comenzamos a caminar hacia el Club de Pescadores. Cuando nos topamos con la primera reja noté que estaba sin llave: Victorio ya debía estar allí dentro. Seguimos avanzando hasta llegar a la edificación, donde una puerta de acceso estaba entreabierta.

- Valentín, ¿estás seguro de lo que estás haciendo?

- Nunca estuve más seguro en mi vida.

Entramos. En el interior todo estaba oscuro y silencioso. Había una gran mesa y alrededor unas cuantas sillas. Contra las paredes, grandes vitrinas conteniendo trofeos de pesca y miles de fotografías. En un rincón, algunas cañas descansaban de manera caprichosa.

De pronto me pareció percibir un movimiento en el fondo del lugar. Una voz conocida preguntó:

- ¿Valentín, sos vos?

- Sí, soy yo viejo. ¿La encontraste?

- Sí, la tengo en mi mano –Dijo Victorio mientras se acercaba- ¿Por qué tardaste tanto?

Al ver a Julia se detuvo en seco. Sin embargo, dijo con calma:

- Ah, estás con ella, ya veo.

Me sorprendió la forma natural en que lo tomó. Dije:

- Sí, de esto te quería hablar, Victorio…

- Julia, ¿qué hacés acá? –Preguntó mi compañero.

No pude evitar el gesto de sorpresa:

- ¿Cómo, ustedes se conocen?

- Bueno, yo…

Había comenzado a decir ella, cuando un fuerte golpe la interrumpió: era la puerta de entrada. Una figura vestida de gris irrumpió en la habitación:

- ¿Qué pasó? ¿Festejan el Pesaj y no me invitaron?

¿Qué era algún tipo de dicho de Albatros eso? El hombre-de-gris abrió su piloto y sacó una pistola.

- Así te quería agarrar, chiquita. ¿Con que pensando en traicionarme, eh? ¿Querías quedarte todo el dinero para vos sola, no?

- Yo… ¡Yo te seguí llamando, pero nunca me atendiste! Por eso pensé que vos me habías dejado afuera de todo esto.

- ¡Te hubiera atendido si el tonto de tu noviecito no hubiera arrojado al lago el celular que le di!

- ¿Qué pasa acá? –Pregunté aturdido- ¿Todos se conocen? ¿Alguien quiere explicarme algo?

- Y vos, Valentín, ¡sos un estúpido! –Siguió diciendo- Te ofrecí un trato y lo rechazaste. Te di una pista ¡Y no la investigaste!

- ¡Sabat! Sí, Sabat, ¿pero qué iba a saber yo que el apellido de Julia me llevaría a algún lado?

- No hablaba de Julia cuando te dije ese apellido, sino de su padre –Dijo, y apuntó con el arma a Victorio, quien sacó lentamente las manos de sus bolsillos.

- ¿Qué? ¿Su padre? ¿Victorio?

- Sí, Victorio Sabat, ¿cómo te dijo que se llamaba? ¡Suficiente con que te haya dado su nombre de pila! Victorio Sabat es el farsante más grande de la historia, es un traidor. ¿Qué te contó de su vida? ¿Qué sabés de él, Valentín?

En ese momento me di cuenta que no sabía nada de su vida antes de conocernos. También recordé que Funes había dicho algo de su hija la noche que escapamos de Tucumán, pero yo nunca le había preguntado.

- ¿Te cuento la verdadera historia, Valentín? ¿Te cuento cómo fue expulsado de la organización, cómo abandonó a su única hija sin pasarle jamás un centavo? ¿Te cuento cómo traicionó hasta a su mejor amigo?

Julia temblaba de pies a cabeza y parecía a punto de llorar. Victorio no decía nada, mientras su ex compañero le apuntaba y seguía hablando:

- No sé qué te habrá contado este tipo, Valentín, pero yo encontré la primera piedra. Hace años, la descubrí en un museo de Rosario y comencé a investigar. Luego de la muerte del Abuelo supe lo de la carta, y le conté todo a Victorio para que me ayudase a rescatarla. Sin embargo, como ves, él me traicionó, y lo mismo va a hacer con vos, yo te lo advertí. Me robó la piedra, hizo una acusación falsa contra mí, y me metió en un asunto del cual yo no tenía nada que ver. Pasé un tiempo detenido. Sin embargo, al no tener pruebas suficientes me largaron, y así fue cómo comencé a planear mi venganza.

- ¿Y Julia qué tiene que ver en todo esto? –Pregunté, no queriendo escuchar la respuesta. No podía imaginar que ella era tan sólo una cómplice más. Que todo lo que habíamos vivido esa tarde era sólo una mentira.

- Busqué su ayuda porque sabía que ella tenía tantos deseos de vengarse de su padre como yo. El plan era mantenerse cerca, seguirle los pasos, dejar que él hiciera todo el trabajo sucio, para luego arrebatarle todas las piedras, como él había hecho en un principio conmigo. Me pareció que vos eras un buen pibe Valentín, y que sólo eras una víctima más de sus engaños, por eso quise contarte la verdad. Pero no me diste la oportunidad. Ahora ya es demasiado tarde.

Por primera vez en mucho tiempo Victorio volvió a hablar.

- Clap, clap, clap. Muy bien Rodolfo, excelente plan. ¡Tu inteligencia me sorprende día a día! –Dijo en tono sarcástico- ¿Y qué pensás hacer ahora? ¿Robarnos las piedras y matarnos a todos?

- ¡No me provoques! ¡No sabés de lo que soy capaz!

- Y vos Valentín, ¿así que no lo habías visto nunca más, no? ¿Nunca habías hablado con él? Y ahora resulta que no sólo lo conocías sino que también te había dado ¿Un celular? Veo que te estás modernizando, Rodi. Todo bien Valentín, no te guardo rencor.

- ¡Basta Victorio! –Dijo Rodolfo, temblando. Se lo notaba bastante nervioso, y le temblaba levemente la mano que sostenía el arma.

- Tené cuidado con eso, que podés lastimar a alguien.

- ¡Basta te dije! ¡No me provoques!

- Por favor Rodolfo, ¿a quién querés engañar? Si vos no serías capaz de mat…

BANG



lunes, 27 de octubre de 2008

Veintisiete



- ¿Y la pista?

- ¿Qué pista?

- Ay, ¿por qué nadie sabe de la pista? Piense, Cruz, cuando le dejaron quedarse con la piedra, ¿no le dieron algún papelito también?

- No, ningún papel… eso sí, me pidieron que recuerde una frase…

- ¿Cuál, Cruz? ¿Qué frase?

- “Los lobos felices que miran al cenit”.

- ¡Gracias, Cruz, gracias!

Cenamos juntos con nuestros cuatro compañeros de hotel y el señor Cruz. Aunque Abud ya no estaba enojado, se la pasaba discutiendo acerca de jugadas posibles y distintas formas en que se podría haber dado la última mano, teniendo en cuenta las cartas que teníamos. Nos invitó a hacer una revancha simbólica, sin premios ni apuestas, la noche siguiente, pero nosotros le dijimos que teníamos que partir de forma urgente, y que lo dejábamos pendiente para otro momento (otra de las cosas que aún debo, aunque temo que ésta ya no la pueda cumplir).

- ¿A dónde van?

- A Mar del Plata.

- ¿Están con auto?

- No. Mañana a la mañana iremos a la Terminal de Madryn, y ahí veremos si conseguimos micro.

- Yo tengo una propuesta para hacerles –Nos sorprendió Cruz. – Tengo un amigo que tiene un velero. Viene recorriendo desde el sur y está parando en Madryn estos días. Su idea es llegar hasta Buenos Aires, pero supongo que no tendrá problemas en dejarlos en Mar del Plata. No sé, salvo que no sean muy dispuestos a la aventura…

Victorio y yo nos miramos y sonreímos. Recordé la frase que me había dicho cuando perdimos el Farline: “Hay muchas formas de viajar”.

Partimos hacia la ciudad del sol, los alfajores y el negro Olmedo cerca del mediodía, luego de que Abud y Cruz nos hubieran alcanzado en auto hasta Puerto Madryn. Florencio, el dueño del Rubí (así se llamaba el velero), era un hombre de unos sesenta años, canoso y simpático. Le gustaba usar una gorra de capitán y cantar canciones de Sandro: Quiero llenarme de ti, Penumbras, Trigal… nuestro señor cochero parecía conocer todos los hits del astro de Banfield. Por mi parte, prefería no escucharlo: me había quedado un pequeño trauma de niño, desde una vez que había entrado en el cuarto de mis padres y los había encontrado haciendo el amor con la música del Gitano.

La brisa de mar se sentía espléndida desde la cubierta. Aunque a veces me mareaba un poco, me gustó mucho la experiencia de navegar en alta mar. Mirar el horizonte hacia la nada, pensar, o no pensar. Ya teníamos ocho de las nueve piedras y nos dirigíamos hacia el lugar donde se encontraba la última. Nuestra aventura estaba llegando a su fin. Pero había algo que me importaba más que las piedras y el dinero que con ella obtendríamos. Había una persona que tenía muchas ganas de volver a ver. Y parece que lo que uno desea, a veces, muy de vez en cuando, si uno lo quiere de verdad, se cumple.

Arribamos a La Feliz una mañana de martes. Hacía bastante que no veía ese puerto, con sus característicos barquitos pesqueros color naranja. Pero esa vez me tocó verlo desde una perspectiva diferente, casi diría “desde adentro”. Florencio aceptó nuestra invitación a almorzar mariscos allí, pero luego continúo su viaje: era un hombre de mar y se sentía mejor en él que en la tierra.

Un colectivo nos dejó en el centro, donde rápidamente ubicamos un hotel “limpio y barato” en el cual dejar las cosas. Mientras Victorio aprovechaba para echarse una siesta, yo salí a caminar. Siempre me gustó Mar del Plata, la considero mi segunda ciudad. Conozco sus calles, sus plazas y paseos. La mejor hora para disfrutarla siempre me pareció las siete de la tarde: luego de haber aprovechado el mar, era el momento justo para ponerse el saquito ramblero y salir a caminar por la peatonal San Martín, comprar churros rellenos y pasar por el súper, aún en ojotas, pensando en la cena.

No había mucha gente en la playa, estábamos aún en primavera. Pero una figura femenina, con un precipitado vestido de verano y una capelina, me llamó la atención. Estaba de pie, en la punta de una escollera, mirando la inmensidad marítima. Como quien no quiere la cosa, me acerqué a ella.

¿Me sorprendí o de alguna manera ya lo sabía cuando descubrí quién era?

- Julia…

- ¿Valentín? ¡Qué hacés acá!

Sí, parecía que el destino insistía en unirnos. Yo mantuve la excusa de seguir de vacaciones. Ella, no me acuerdo qué dijo. No nos importaba dar demasiadas explicaciones, sólo estábamos contentos de volver a encontrarnos.

Pasamos una tarde maravillosa, aún mejor que la última que nos habíamos visto, hacía tanto tiempo ya, en el Valle de la Luna. Extrañamente siempre salía algún tema de conversación, y el diálogo fluido se nutría con sonrisas, chistes tontos y pequeños roces de antebrazos. Yo le hacía dibujos en la arena, que ella distinguía como “garabato” o “mamarracho”, y cuando era su turno yo los clasificaba siguiendo la línea de Piaget.

Luego decidimos ir a un almacén, de los viejos de barrio, donde comprar galletitas de lata y una chocolatada para merendar en la playa.

Siempre creí que esas cosas eran cursis, que no pasaban en la realidad. Pero hay que tener cuidado con lo que uno dice, desea, odia o piensa. Sentados en el mirador del guardavidas, la bandera roja parecía hacer referencia a nosotros. Con un gesto suave limpié una miga de su boca. Ella sonrió. Nos besamos.

No puedo describir lo que sentí. Fue algo muy extraño para tratarse de una persona casi desconocida. Sin embargo, todas las historias comienzan de algún modo. Y esta parecía haber tenido un excelente “había una vez”.

Octubre siempre fue un mes de elecciones. Y esta vez había tomado una importante: decidí contarle la verdad acerca del viaje. La aventura ya estaba por terminar, sólo bastaba encontrar la última pieza del rompecabezas y luego ir a cobrar el dinero. Victorio podía quedarse con su mitad, y yo con la mía podía hacer lo que quiera. Incluso compartirla.

- Julia, tengo algo que contarte…

- ¿Sos gay?

- No, jaja. Se trata de este viaje…

Me miró con un gesto curioso. Pero luego consultó su reloj.

- ¡Uy, no! ¡Es re tarde!

- ¿Tenías algo que hacer?

- ¡Sí! Bueno, no muy importante… ¡Pero me tengo que ir!

- Esperá, no me dejes así, no quiero volver a perderte. ¿Nos vemos más tarde?

- Eh… Sí, claro.

- Listo, te paso a buscar. ¿En qué hotel estás?

- Mejor nos vemos acá en la playa, ¿sí?

- Como quieras. ¿A las doce está bien?

- Listo, nos vemos a las doce.

Nos besamos una vez más. Me quedé mirando su silueta hasta que se perdió entre las calles.

Cuando regresé a la habitación ya era de noche. Victorio no estaba, pero en su lugar había una nota que decía: “Estuve investigando. Te espero en el Casino, a las nueve en punto. Vestite bien. Buscame entre las primeras mesas”.

Tenía poco tiempo para bañarme y arreglarme, pero como me sentía de maravillas me tomé todo con calma. Incluso me afeité y peiné un poco mi cabello, cosa que nunca hacía. Últimamente salía a la calle como un “zafarrancho”, como diría mi vieja. Pero ahora sí tenía motivos para preocuparme un poco más por mi aspecto.

Nueve menos cinco estaba entrando al Casino. Encontré a Victorio vestido de smoking jugando en la mesa siete. Al verme me hizo señas de que me acercara. Junto a él se encontraba un hombre de mediana edad, junto con una señora que parecía ser su esposa.

- ¡Valentín! Vení, te presento a Eusebio, un viejo amigo. Ella es Marga, su señora.

Saludé lo más cortésmente que pude. Esta parejita parecía ser “gente bien”.

- Si me disculpan, enseguida vuelvo, debo responder a una llamada –se excusó Victorio y me hizo señas de que lo siguiera. Entramos en uno de los baños.

- Este tipo es uno de los dueños del Club de Pescadores. Su familia también perteneció a Albatros y estoy seguro de que sabe algo. Pero no sé si está custodiando la piedra o si también las está buscando. Tengo que sacarle información.

- Bien, ¿y yo qué hago?

- Tu papel es distraer a la mujer. Él no va a hablar con ella adelante.

- ¿Qué? ¿Estás loco? ¿Y qué se supone que debo hacer?

- No sé, vos sabrás. Invitala a tomar algo, a bailar… parece que es una de esas típicas relaciones en la que la rutina y el aburrimiento están sobre la pasión. Así que dale un gustito a la señora…

- Qué gracioso.

- A propósito, ¿qué estuviste haciendo toda la tarde?

- Cosas mías. Ya te contaré.

Volvimos a la mesa. Mientras los hombres hacían sus apuestas, me animé e invité a la señora a tomar algo. El marido sonrió, como si le estuvieran sacando un peso de encima, y la arengó para que vaya conmigo. Pese a todos mis pronósticos, la mujer resultó ser bastante copada. Luego de la segunda copa comenzamos a entrar en confianza. De pronto comenzó a sonar Paris ante ti, del Gitano.

- ¡Ay, me encanta Sandro! ¿Bailamos?

No pude negarme. Mientras la tomaba de la cintura pensé “Ay Victorio, me debés una…”.

En eso, como si de una invocación se tratara, apareció mi amigo como una tromba.

- Vamos Valentín, ya tengo lo que quería.

domingo, 26 de octubre de 2008

Veintiseis



Todo era tan bello y perfecto. La felicidad, ¡oh, sublime sentimiento humano! Alcanzable a la luz de los días.

Ella danzaba con su belleza de Casiopea. Yo giraba a su alrededor como un toponauta amorfo. No teníamos pies ni cabeza, sólo éramos paz, felicidad y amor.

La luna se reflejaba en su piel. Todo en ella era perfecto: la gracia de su cabello, su sonrisa, sus labios de zarzamora….

Quería quedarme allí para siempre. No quería que me despertaran…

- Valentín. ¡Eh, Valentín! Dale que la combi nos espera.

Partimos hacia la excursión en Caleta Valdés. En un recorrido a través de toda la Península, vimos pingüinos, lobos y elefantes marinos y las tan esperadas ballenas. Sin embargo, mi mente se había quedado colgada en otra cosa. Ya no me importaban las piedras, sólo quería volver a ver a una persona. Una mujer que en dos días me había hecho sentir cosas que otras no habían logrado en mil.

- No puede ser LA piedra.

- ¿Qué?

- El premio del campeonato, no puede ser la piedra que buscamos. Sería demasiada casualidad.

- Ah, claro. No, no creo que sea.

- Pensá, si hay alguien custodiándola, no la pondría de premio en un concurso que puede ganar cualquiera, ¿no? Además, ¿desde cuándo se sabe que está este torneo? Nuestros compañeros de hotel dijeron que se venían preparando desde antes… Los organizadores lo armaron cuando nosotros no estábamos.

- Sí, salvo que nos estuvieran esperando.

- ¿Cómo?

- Acordate cómo nos descubrió Álvarez. Tal vez haya otras personas escuchando noticias. No sé, quizás calcularon el tiempo que tardaríamos en llegar hasta acá, y organizaron el torneo justo para cuando estemos.

- Valentín, vos ves mucho cine.

- Y vos con esa frase me hacés acordar a una película…

Regresamos al hotel por la tarde. En el hall un televisor encendido anunciaba que “…continúan buscando pistas acerca de la bandera robada en la base chilena… Por el momento lo único que se halló cerca del lugar de los hechos fue un habano consumido por la mitad…”.

- ¿Oíste Victorio? ¿Y si nos descubren por tu habano?

- ¿Cómo? No, es imposible.

- No sé, por tu saliva… ¿no pueden hacer un ADN? ¿Y tus huellas?

- A lo sumo probarán que estuve por ahí, fumando, en algún momento… la verdad es que no me preocupa demasiado, ahora tenemos que pensar en otras cosas.

Pasamos el resto de la tarde planeando diversas estrategias y nuevas señas para participar del torneo. Aún no sabíamos si el premio era el que esperábamos, pero debíamos estar preparados por las dudas.

Al atardecer fuimos para el bar y nos anotamos. Allí nos encontramos con nuestro amigo Abud, que charlaba con un señor de gafas negras junto a una pequeña vitrina.

- ¡Hola! Acerquensé muchachos. Les presento a Cruz, mi hermano.

Luego de las presentaciones correspondientes vino lo más interesante:

- Bueno, ahora sí puedo asegurarles cuál será el premio. Mi hermano es muy reservado, y no quería mostrarlo hasta último momento, ¡es que él es escultor!

Mientras dijo eso se corrió hacia un lado y dejó ver una pequeña estatuilla de piedra oscura, con forma de una mano sosteniendo tres cartas de truco.

Al principio me desilusioné al ver que no era lo que estábamos buscando, pero Victorio se había dado cuanta de algo.

- Es preciosa, ¿de qué está hecha?

- Oh, gracias. Es una especie algo extraña de obsidiana, tratada con monóxido de carbono y sulfato de cobre. Una creación propia, debo decir.

Recién en ese momento caí que el material con el que estaba hecho el premio era igual que el de las piedras de Albatros.

- Interesante. Y, seré curioso, ¿es el primer premio que le encargan que haga para una competencia? Digo, porque su arte es impresiónate…

- Jaja, ¡qué pregunta extraña! ¿No, hermano? –Dijo Abud- ¿Es el primero, no?

El hombre de gafas sonrió orgulloso.

- No, no es el primero. Hace muchos años me pidieron que haga una serie de premios para un juego del cual no me dieron muchos detalles. Sólo sé que me pagaron muy bien, pero jamás supe qué hicieron con ellos. Salvo con uno, que me permitieron quedármelo.

- ¡Ey, eso no lo sabía! ¿Por qué nunca me lo contaste?

- La única condición que me dieron era que no dijera nada. Que algún día alguien vendría preguntando por él.

- ¿Y dónde está?

- Lo tuviste siempre con vos, ¿te acordás que te encargué que lo cuidarás mucho cuando te lo di? –Dijo Cruz señalando a su hermano.

- ¿No me digas que es esto? –Abud se desprendió un botón de la camisa.

Poco a poco extrajo una cadena plateada, de la cual colgaba una pequeña piedra oscura, con un ave apenas imperceptible grabada en uno de sus lados.

A las nueve comenzó el torneo: dieciséis parejas competirían en una serie de eliminatorias que comenzaban con los Octavos de final. Nos aseguramos de anotarnos en llaves diferentes que las de nuestros cuatro extraños compañeros, para no tener que encontrarnos con ellos hasta las etapas finales.

A la primera pareja la vencimos bastante fácil: dos chicos bastaron para dejarlas fuera del juego. Pero en los Cuartos de final nos tocó jugar con dos chicas bastante pulposas, que si bien no jugaban demasiado, sí lograban distraer mi atención libidinosa, y Victorio tuvo que golpearme varias veces la pierna por debajo de la mesa para que me concentrara en el juego. Perdimos el segundo chico por estas razones, pero en el grande las hicimos dormir afuera (una lástima, hubiese preferido que durmieran conmigo).

El primer reto en serio se nos presentó en la Semifinal: nos enfrentamos nada menos que a Diógenes y el Cubano. Por suerte el entrenamiento visual de la noche anterior nos había permitido adelantarnos a varias de sus jugadas, lo que nos concedió finalmente el primer chico. Sin embargo, nuestros rivales cambiaron rápidamente de estrategia, y no pudimos usar dos veces el mismo truco. El segundo chico lo perdimos, con apenas siete buenas. Tuvimos que poner todo nuestro esfuerzo y utilizar las técnicas y señales no estándar que habíamos inventado para poder ganar ese grande, con un ajustado final quince a once.

Los organizadores del torneo decidieron hacer una pausa consumista antes de que se jugara la final, que, por supuesto, nos había tocado contra Abud y el Padre de la Nena.

- Valentín, este es nuestro momento de actuar.

- ¿Qué hacemos? ¿Les tiro algo en la bebida? Perdón, era un chiste.

- Tenemos que convencer a Abud de que nos entregue esa piedra…

- Dejame a mí, creo que sé cómo.

Me acerqué a nuestro falso actor con dos vasos y una sonrisa:

- ¿Un trago antes de la gran final, compañero?

- Gracias, ¿fernet?

- Obviamente. No te lo tomes a mal, pero quería hacerte una propuesta.

Abud me miró torciendo una ceja.

- A mi compañero le ha gustado mucho el colgante ese que tenés ahí… y dentro de poco es su cumpleaños. Mirá, yo sé que ganar este torneo es muy importante para vos, y la verdad es que nosotros lo hacemos como un hobbie… No sé, tal vez, si te parece…

- Esperá, dejame ver si te entendí bien… ¿Vos querés proponerme dejarte ganar a cambio de mi colgante?

- Bueno, yo no sé si decirlo así, pero…

- No, claro que no. ¡Jamás haría algo así! Yo te dije que hacía esto por el honor, ¿qué honor tendría una final arreglada? No, olvidate.

Me sentí bastante estúpido. Rápidamente cambié de estrategia:

- Ok, ¿así que te interesa tanto el honor? Bien, hagámoslo por el honor entonces: apostemos.

- ¿Apostar? ¿Qué?

- Si yo gano, además del trofeo me quedo con tu piedra, Y si ganás vos, te dejo mi reloj –Dije, señalando a mi viejo y querido Cronopios. Valía la pena intentarlo.

- Mmmm. No lo sé…

- Ah, perdón, no sabía que estaba jugando con cobardes… -Dije, tirando mi última carta.

- ¿Cobardes? Jaja, ¡no sabés con quién hablás, chiquito! Yo juego, apuesto y gano desde mucho tiempo antes de que vos aprendieras el Veo Veo.

- Bien, ¿quedamos así entonces?

- Quedamos así.

Nos estrechamos las manos.

Es difícil describir la tensión que había en esa mesa. Sólo Abud y yo sabíamos del trato, pero los otros dos sospechaban algo, y el aire podía cortarse con una navaja. Cada carta, cada seña, cada tanto anotado hasta formar el clásico cuadradito con la banda cruzada era vivido, transpirado, olido, sentido, saboreado, sufrido…

Perdimos el primer chico quince a trece. Ganamos el segundo por la misma cantidad. El grande nos estaba costando demasiado. Íbamos doce a cuatro, ambos aún en las malas. Abud había entrado en confianza, y hacía chistes como mirar la hora en mi reloj “para ir acostumbrándose”.

Sin embargo, empezábamos a levantarnos. Sumamos varios tantos seguidos, casi hasta alcanzarlos. Entramos juntos en las buenas. Sudando cada jugada, llegamos a un no apto para cardíacos catorce a catorce de los grandes. Abud ya no sonreía.

Última ronda, yo era mano. Miré mis cartas despacio, asomándolas desde arriba una detrás de la otra: Rey de oros; Dos de oros; Siete de oros. Jugábamos sin flor, como los machos.

Lo miré a Victorio, me hizo señas de no tener nada. Puse el siete.

El Padre de la Nena miró a su compañero, y luego tiró un seis de copas. Todo parecía indicar que la carta para la primera estaba en manos de Abud, que se mostraba muy confiado. Temí por mi siete.

Victorio me miró, preguntándome implícitamente por el tanto. Ahí fue cuando comenzó mi terrible duda: ¿Debía confiar en mis 29? El Pederasta había arrojado un seis… Sin embargo, tal vez lo dejaran pasar e irían directo al Truco. A Victorio le quedaba un tres, según interpreté su seña. Si cantaba el tanto podríamos ganar… Pero tal vez el seis de mi rival venía acompañado de un siete… Si no lo cantaba, podríamos perder en el Truco, ¿Zafaría mi siete la primera y nos defenderíamos con el tres de Victorio?

Sentía toda la responsabilidad en mí.

Tragando saliva, lo miré a Vic y le dije: “cantá”.

- ¡Falta envido!

La pseudoconfianza de Abud se vio desmoronada. Dudó, lo miró a su compañero. Sin embargo sabía que había una sola respuesta que podía dar si quería continuar jugando.

- Quiero.

- Veintinueve.

- Son buenas… -Dijo el Padre de la Nena.

Victorio y yo lo miramos a Abud. Éste se paró y exclamó:

- ¡Qué hijo de puta!

Y tiró los dos anchos y un tres sobre la mesa.

Antes de retirarse, se quitó el collar y me entregó la octava piedra.

sábado, 25 de octubre de 2008

Veinticinco



Después de casi dos días de vuelo y de varias paradas llegamos por fin a la ciudad de Puerto Madryn. Allí nos despedimos de Rosendo, un sujeto realmente increíble. “Son bienvenidos en casa cada vez que lo deseen”, fueron sus últimas palabras. Aún le debo una visita.

Según habíamos interpretado la pista, la siguiente piedra estaba en un pueblo cercano, dentro de la Península Valdés, llamado Puerto Pirámides. Claro que no había forma de aterrizar allí, por eso nuestro nuevo amigo nos había dejado en la ciudad más cercana.

Caminamos por el centro buscando dónde parar, pero parecía imposible encontrar algún hospedaje disponible, ya que habíamos llegado justo en tiempo de las ballenas. Resignados, comenzamos a caminar siguiendo la línea de la costa para llegar a los dos campings locales y probar suerte allí. Gran alegría nos causó divisar al tehuelche: la estatua del indio nos indicaba que al fin faltaba poco para llegar a los campamentos. En el primero que preguntamos quedaba un lugar, y allí nos plantamos. Por suerte, como yo había salido de casa sin rumbo demasiado fijo, había incluido una carpa en mi mochila.

El sitio era agradable, familiar. Lo único malo era la parejita de vecinos de la carpa de al lado, que no sólo no nos saludaban cuando nos veían, sino que además se la pasaban discutiendo.

Lo primero que hice luego de acomodar las cosas fue darme una ducha: no soportaba más mi menesteroso aspecto luego de tanto viaje. Después, ya más frescos, volvimos al centro, pero esta vez en colectivo. Aunque sabíamos que allí no estaba la piedra, decidimos pasar todo el día en la ciudad y conocerla. Visitamos un pequeño museo y caminamos por el largo muelle jugando a adivinar los nombres de los países cuyas banderas flanqueaban la pasarela (pero esa vez no ayudamos a robar ninguna).

Fue uno de los pocos días de relax que tuvimos en toda nuestra larga aventura. Por la noche, una cervecita en un bar en la playa, mirando las estrellas, en esos banquitos cool cuadrados con almohadones. Volvimos caminando al camping, pero por la playa.

Por la mañana partimos en una camioneta hacia la Península Valdés. Una vez en Puerto Pirámides conseguimos lugar en una hostería, un poco cara teniendo en cuenta que debíamos compartir la habitación con diez sujetos más, pero muy bonita.

Pirámides es un pueblo muy chico: una sola calle asfaltada, un solo bar, algunas hosterías y otros hoteles muy caros, la preciosa playa y, por supuesto, las infaltables casas de excursiones. Compramos una para el día siguiente: obviamente que si estábamos allí no nos íbamos a perder las ballenas.

Es cierto que no nos encontrábamos de vacaciones, si no que teníamos un objetivo que cumplir. Pero la sencillez de la ciudad nos desorientaba y no sabíamos por dónde comenzar a buscar. Eso hizo que el primer día sea una tarde de playa, y un descanso nocturno en el hotel, para recuperar fuerzas para la siguiente jornada.

Sin embargo, al entrar a la hostería cuatro personajes nos llamaron la atención. Luego de observarlos un rato ya los habíamos bautizado. Alrededor de una mesa cuadrada, jugaban un partido de truco Diógenes (por su barba, ojotas con medias y aspecto despreocupado y desprolijo), el Cubano (un pseudo latino ladrón, que intentaba mantenerse dando clases de mambo o cocinando), Miguel Abud (realmente se parecía al actor) y El Padre de la Nena (un cincuentón medio pendeviejo de aspecto pederasta, que había viajado con su púber hija y una ídem amiguita).

El extraño y ambiguo mosaico que formaban los cuatro jugando tenía ese no-sé-qué de los franceses que hacía que no pudiera quitarles la vista de encima. El juego era ágil, dinámico, como si un metrónomo bien calibrado dictaminara el momento justo de cada jugada, de cada frase, de cada poroto sobre la mesa.

Yo los observaba desde la barra, y junto con Victorio que hacía lo suyo reclinado sobre una columna exactamente del otro lado, lográbamos el apoyo periférico necesario para ir aprendiendo sus estrategias y observar sus jugadas.

En ese momento no sabía por qué, pero tenía la sensación de que era importante que observáramos ese juego. Por supuesto, al terminar su ronda no tardaron en invitarnos a participar. Así es que, tirando reyes, nos tocó jugar separados: Victorio con el Cubano y Abud, y yo con Diógenes y el Pederasta.

Luego de dos chicos muy peleados, la suerte quiso que el grande quedara para mi equipo. Al terminar el juego llegó el momento de las cervezas y las charlas, donde nos enteramos un poco de la vida de cada uno.

Justo cuando estábamos a punto de irnos a dormir (mi compañero ya hacía rato que había exclamado cual estertor su bostezo definitivo), llegó lo más importante de todo ese intercambio de palabras: nos enteramos de que la noche siguiente iba a realizarse un campeonato de truco en el bar local, motivo por el cual los cuatro excéntricos venían practicando desde hacía varios días.

- ¿Cuál es el premio muchachos? –Pregunté - ¿Dinero? ¿Excursiones gratis? ¿Una ballena?

- Jaja, no, nada de eso joven –Me respondió Diógenes- El premio es simbólico. Lo que a nosotros nos importa es el prestigio.

- Claro, lo hacemos por la fama –Siguió Abud- Yo quiero convertirme en el Cervantes del truco.

- Complicado para Cervantes Saavedra jugar al truco con una mano… -Agregó el Padre de la Nena.

- Bueno, nada importante entonces…

- No, claro que no. Puede ser cualquier cosa, ¿vos te acordás qué era? –Preguntó el Cubano mirando a Diógenes.

- Mmmm… si no me equivoco creo que es un adorno…No, me parece que es una estatuilla, o una piedra.

viernes, 24 de octubre de 2008

Veinticuatro



No era tristeza, no. No sé qué era, pero tristeza no. ¿Angustia tal vez? Era como sentir que había perdido algo que nunca había tenido. Como poca manteca desparramada en demasiado pan (como diría JRRT).

- ¡Mierda!

Golpeé la butaca de la avioneta con fuerza.

Llegamos a lo de Rosendo en la previa del amanecer. Ninguno quería dormir. Ninguno tenía sueño. Preparamos un café fuerte y le agregamos whisky, para el frío.

Un instante eterno de silencio fue roto por un hilo de mi voz ronca:

- Bueno, ¿y ahora qué?

No hubo respuesta. No la esperaba.

- ¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos? No podemos volver, eso es obvio…

- Bueno Valentín, no te preocupes. Ya vamos a encontrar la forma de…

- ¡De nada, Victorio, de nada! ¡No me jodas! ¡Al final todo este viaje de mierda fue al pedo! Yo sólo quería algo simple, una excursión de mochilero… No sé para qué mierda te dije que sí aquella vez en el tren…

Mi compañero bajó la mirada. ¿Le habrían dolido mis palabras?

De pronto Álvarez, en quién no habíamos estado prestando atención, desapareció por unos segundos y volvió trayendo una cajita.

- Bueno, tal vez esto los alegre un poco…

Victorio y yo tardamos unos instantes en reaccionar, cuando la caja se abrió y dentro de ella pudimos ver una piedra oscura.

- ¿Me estás jodiendo Álvarez? ¿Qué es esto?

Sí, lo tuteé. La situación ya daba para todo.

- Vos no entendés nada, no se trata de cualquier piedra… Necesitamos LA piedra. Una especial. No sé, deben tener algo que las identifiquen…

- El signo de Albatros –Agregó Rosendo-. Todas tienen el signo de la organización tallado, aunque apenas perceptible. Esta es LA piedra, Valentín. Fijate.

Me la pasó. Era cierto, una pequeña y confusa ave apenas se distinguía en uno de sus lados. Nunca había reparado en que las piedras llevaban tal señal. No sé si Victorio lo sabía. Nunca le pregunté.

- ¿Qué? ¡No puede ser! ¿Cuándo la recuperaste? ¿Por qué me dijiste que no la tenías?

- La verdad, mis queridos compañeros, es que nunca la perdí. Siempre estuvo aquí, en casa, guardada en mi ropero.

Rosendo nos miraba como un infante que hubiera sido sorprendido luego de realizar una travesura. Yo no sabía si alegrarme o ponerme a gritar. Eufórico exclamé:

- ¿Cómo que siempre la tuviste? ¿Nos estás cargando? ¿Y el viaje a Chile? ¿Para qué carajo fuimos? ¡¿Para qué carajo mierda puta arriesgamos nuestras vidas?!

Sí, estaba totalmente sacado. Desencajado.
Victorio no decía nada, sólo esperaba que se le develaran los hechos

- Bueno, creo que merecen una explicación. Es cierto, la piedra siempre la tuve aquí conmigo. ¡Jamás me hubiese dejado robar por un chileno! Soy un soldado, no lo olviden… Si hice esto fue por dos motivos. En primer lugar, quiero aclararles que la base era un sitio abandonado. Una vieja posta que ya sólo es visitada dos o tres veces al año, para cambiar la bandera. No iba a arriesgar sus vidas, no estoy tan loco…

No hubo risas ni palabras. Seguíamos esperando.

- Es que por un lado me daba un poco de bronca entregarles la piedra así como así cuando vinieron. Llevo años cuidándola, y si para conseguir otras tuvieron que pasar algunas pruebas, ¿por qué esta la iban a obtener tan fácil?

¿Sonaba lógico? En ese momento la bronca no me dejaba pensar en nada.

- Y por otro lado, y este fue el motivo principal: quería una venganza. Hacía 26 años que quería vengarme del pueblo que nos traicionó vendiéndonos al enemigo. Y bueno, me pareció que esta era una buena oportunidad para realizar una venganza simbólica… Pero necesitaba ayuda, y yo se los voy a agradecer eternamente muchachos. ¡Le robamos la bandera a Chile en su propio territorio! ¿Entienden lo que eso significa? ¿Entienden lo que eso significa para mí? ¡Mejor que el gol del Diego a los ingleses!

Sí, entendíamos lo que eso significaba. No pudimos decirle nada. De todos modos, creo que si él nos lo hubiese pedido explicando sus motivos, lo hubiéramos acompañado igual.

- Bien, amigo Rosendo, nos has jugado una buena pasada. Pero, así como nosotros te ayudamos, ahora necesitamos que vos nos ayudes a nosotros.

Rosendo parecía contento de que lo entendiéramos. Primero sonriendo pero luego deviniendo serio, exclamó:

- Claro que sí, cuenten conmigo para lo que necesiten.

- Bien, primero, ¿dónde está la pista?

- ¿Pista? ¿Qué pista?

- ¡La pista, Rosendo! Cada piedra lleva una pista adjunta, que explica dónde conseguir la siguiente. ¿Cómo que no tenés la pista?

- Ahora que lo dice, Victorio, creo que había un papel junto con la piedra, pero no recuero dónde lo puse…

Comenzamos a revolver todo buscando desesperadamente. Tiramos libros, desordenamos ropa, documentos viejos, hasta en la macetas buscamos… finalmente, un trozo de papel asomó desde el revistero del baño…

- ¡Acá está!

- ¿Seguro? ¿Qué dice, Valentín?

- “Donde descansan las naves de Keops”.

- ¿Keops? ¿La pirámide? ¿Dónde hay una pirámide?

- Mmmm… en Carlos Paz hay un boliche que se llama Keops…

- Sí, ¿pero desde cuándo? No, no creo que la pista haga referencia a un lugar privado, si no más bien a algo natural… “Dónde descansan las naves”… ¿Dónde descansan las naves?

- ¿En el Uritorco?

- ¿Tenés ganas de ir a Córdoba, Valentín?

- No, sólo decía…

- ¿Y si con “naves” se refiere a barcos?

- ¡Eso es, Rosendo! ¡Sos un genio! ¿Aún estás dispuesto a ayudarnos?

- Claro que sí Victorio, pídanme lo que necesiten.

- Volvé a llenar el tanque de la avioneta: nos vamos a Puerto Madryn.


jueves, 23 de octubre de 2008

Veintitrés



Partimos cuando comenzaba a oscurecer. Debíamos cruzar la cordillera de noche, y salir de Chile antes de que amanezca, lo que nos dejaba poco tiempo para encontrar y recuperar la piedra. La Torcaza se portaba bien, aunque se movía bastante en el aire, y por momentos realmente creí que nos íbamos a pique. Por suerte la noche estaba estrellada, no sé qué hubiese pasado si nos hubiera sorprendido la lluvia.

- ¿Y muchachos? ¿Qué les parece mi avioncito? No será un TOMCAT, pero resiste, ¿no?

- ¿Un qué?

- Un F-14.

- Ah, ni idea. Mi teclado sólo llega hasta F 12.

Ok, no dije eso en verdad, pero suena gracioso. Algún día publicaré un libro contando esta historia. O por lo menos la subiré a un blog…

Adentro de la nave todo olía a una mezcla de vitel toné y mortadela. Aunque era pequeña, estaba bastante desordenada. Allí también había algunos libros, unas frazadas, y un pequeño anotador, del cual asomaba un manuscrito del que sólo alcancé a leer “Pda: tu madre te envía saludos”.

La noche se hacía eterna viajando de esa manera, aunque al mismo tiempo teníamos miedo de que se terminara. Sabíamos que estábamos cometiendo una locura: cruzar una frontera sin ningún tipo de identificación, por un paso no permitido. Tranquilamente podían dispararnos en cualquier momento. Sin embargo, llegamos.

Aproximadamente a la medianoche estábamos sobrevolando las tierras del país enemigo. Con un movimiento sutil y extraño a su naturaleza, Rosendo logró aterrizar en una ruta desierta. Luego dirigió la aeronave hacia unos arbustos, para que quedara mejor oculta.

Estábamos a unos pocos kilómetros de la base, pero como quedaba justo del otro lado de una elevación del terreno, Álvarez nos aseguraba de que no nos habían visto. Cada vez que dudábamos de alguna de sus ideas, él nos repetía “no se olviden que soy un soldado, conozco de estrategias”, y nosotros lo mirábamos con respeto.

El plan era el siguiente: Rosendo y yo iríamos hacia la base a pie, Victorio nos esperaría en el avión. Una vez allí, Álvarez entraría al lugar, mientras que yo debía quedarme en la puerta, vigilando. No podíamos usar ningún tipo de intercomunicador, por temor a ser captados. Tampoco podíamos encender bengalas ni ninguna cosa flamígera, nada que llamara demasiado la atención. Pero por si era realmente necesario, nuestro nuevo amigo nos había dotado de unas pequeñas linternitas rosas con forma de gusanito, que causaban más simpatía que seguridad, pero que, según él, eran muy efectivas a la hora de querer comunicarse sin ser descubiertos.

- Tres pequeños piquetitos de luz bastaran, ¿de acuerdo? Con eso sabremos que todo está bien. Si hay algún problema, hacemos cinco. Si alguien lo ve, pensará que es una luciérnaga o algo por estilo.

No sonaba muy razonable, pero la verdad era que no teníamos ningún otro plan. Además, él era el estratega del grupo.

Mientras nos alejábamos de la avioneta vi que Victorio encendió un Metatron. Cuando vio las desesperadas señas de Rosendo, arrojó rápidamente el fósforo. Pero yo sabía que no apagaría el habano.

Cuando llegamos cerca del lugar pudimos ver mejor la situación: la base chilena estaba rodeada de un alambrado de unos 100 metros cuadrados. Dentro de ese corral podían distinguirse un gran galpón, que tal vez funcionara como hangar, una construcción un poco más pequeña, donde dormirían los vigilantes, y en el fondo podía verse un mástil, en cuya cima flameaba la bandera del traidor.

- Muy bien Valentín: vos quedate acá, cualquier cosa me avisás, ya sabés.

- ¿Va a entrar?

- Sí, no te preocupes. Esto sólo me tomará unos minutos.

Rosendo tomó carrera y trepó el alambrado. Pocos segundos después cayó del lado de adentro. Cuando comenzó a correr lo perdí en la oscuridad.

¿Qué se suponía que debía hacer yo? Me impacientaba quedarme ahí parado sin hacer nada. Pero por otro lado, me parecía más seguro estar ahí que del lado de adentro.

Perdí la cuenta de los minutos que pasaron mientras esperaba. De pronto, me pareció ver unas diminutas luces brillando en el horizonte, del otro lado del alambrado. ¿Había visto bien? Unos segundos después aparecieron de nuevo. Pero, ¿cuántas eran? ¿Tres o cinco? Por la distancia no estaba seguro…

“Ya fue”, pensé. Y trepé el alambrado.

Comencé a correr hacia la dirección en que había desaparecido Rosendo. De repente llegaron hacia mí unos pequeños chirridos, como si alguien estuviera con una sierra tratando de cortar un metal.

Encontré a Álvarez al pie del mástil. Él parecía más sorprendido que yo, pese a lo que estaba haciendo.

- ¡¿Qué hacés acá, Valentín?! ¡Te dije que esperaras afuera!

- Bueno, yo… ¿No me hizo cinco luces? Pensé que le había pasado algo…

- ¡Tres! ¡Hice tres! Para avisarte que estaba todo bien… y como no contestabas pensé que no me habías visto y te hice tres más.

- Nunca dijo que había que contestar… pero, ¿qué se supone que está haciendo?

Mientras hablaba, Rosendo terminó de cortar la cuerda metálica del mástil. Tiró hacia abajo con fuerza y la hizo caer completamente.

- ¿Oíste eso? –Dijo, mientras arrancaba de un tirón la bandera.

- ¿Qué cosa? –Realmente no había oído nada, pero en ese instante todo era muy confuso, y no puedo negar que tenía miedo.

- ¡Un ruido! ¡Viene de allá! –Dijo, señalando la pequeña construcción de ladrillos. – ¡Ahí hay alguien, Valentín! ¡Corramos, nos vieron!

Corrí como nunca antes en toda mi vida. Con el corazón en la boca llegué al alambrado y lo trepé de un salto, temiendo el balazo en la espalda en cualquier momento.

Por suerte jamás llegó. A los pocos segundos Rosendo intentaba escalar también los alambres.

- ¡Espere! ¿La piedra? ¿Tiene la piedra?

- ¡No hay tiempo para eso, Valentín! ¿Querés que nos maten?

Álvarez ya estaba en la cima de la cerca, pero yo no me movía de mi lugar. Por más que estaba asustado, no quería irme de allí sin llevarme lo que había venido a buscar.

- ¡Vamos pibe! ¡No seas loco! Mañana vendremos de nuevo por ella, ¡ahora hay que huir!

Por más que tenía bronca comprendí que el tipo tenía razón. Juntos comenzamos a correr los kilómetros que nos separaban de la avioneta. Cuando nos vio llegar, Victorio arrojó el habano y entró rápidamente.

Apenas subimos Álvarez encendió el motor, y luego de un torpe carreteo levantamos vuelo.

- ¿Y? ¿La tienen? –Preguntó Victorio.

- No.

- ¡¿Cómo que no?! ¿Qué pasó?

- Nos descubrieron y tuvimos que huir –explicó Rosendo-. Pero no con las manos vacías –Agregó, mientras mostraba nuestro épico trofeo de guerra: rojo, azul y con una estrella blanca.


miércoles, 22 de octubre de 2008

Veintidós



Nos miramos con Victorio para corroborar que los dos habíamos escuchado lo mismo. El sujeto seguía haciéndonos señas desde adentro de la vivienda. Nuestro intercambio de miradas mudas decía “Vamos, total, ya estamos jugados…”.

Entramos. Aquel hombre era un ser realmente extraño. Sí, más extraño que todos los que habíamos visto hasta ese momento: vestía una campera gruesa de cuero con corderito en el cuello, botas sobre un pantalón de jinete, una bufanda blanca y una gorra de aviador, también de cuero. Ah, casi olvido las antiparras, que sujetaban el sombrero sobre su cabeza. Tenía grandes y rubios mostachos de foca colgando hacia ambos lados, y una barba de tres días adornaba su gordo rostro.

La casa tenía un estilo entre bizarro y vintage: sillones forrados con flores de colores, portarretratos con fotos de guerras, aviones, barcos y un señor con barba de apariencia comunista; en la esquina, un triciclo de principios del siglo pasado, junto con peluches algo desechos por el tiempo. Arriba, colgados de un gancho, algunos nenúfares iguales al mío (que ya había aprendido a reconocer, pero aún no sabía distinguir el año). Sobre la mesa, un cuadro de un niño peinado al estilo Pablito Ruiz en sus años de gloria, junto con algunos libros apilados, entre los cuales asomaban La Biblia y el Fausto de Goethe.

Al principio nos miró con desconfianza, como si se hubiera arrepentido de habernos hecho pasar. Para romper el hielo, Victorio dijo en tono sarcástico:

- Bonita casa, bonito disfraz… ¿A qué se debe su llamado, mi estimado…?

- ¡Álvarez! Rosendo Álvarez, a sus órdenes…

Juntó los pies y puso una mano junto a su frente mientras decía su nombre. Luego agregó:

- Disculpen mi falta de cortesía, pasen, siéntense. Póngase cómodos.

Nos ubicamos alrededor de una vieja mesa de madera. Álvarez desapareció por un segundo y volvió portando una bandeja:

- ¿Café? ¿Té? ¿Whisky?

- Café, por favor.

- Yo quiero un whisky –Dijo Victorio- ¿Y bien? Dijo usted que sabe quiénes somos y por qué estamos acá. Lo escuchamos.

El hombre bebió un sorbo de alcohol antes de contestar:

- Bueno, no sé bien por dónde empezar…

- ¿Por el principio?

- De acuerdo. Nací en el año 1960, una noche de tormenta…

Nos reímos algo incómodos. En un primer momento creímos que se trataba de un chiste, pero cuando vimos que la historia continuaba con sus primeros años de vida, hubo que interceder:

- Por favor, Rosendo, vayamos al grano. ¿Qué sabe usted de nosotros?

- ¡Ah, sí, claro! Bueno, la verdad es que últimamente tengo mucho tiempo libre, y dedico la mayoría a escuchar la radio… por las dudas, temo otra invasión…

- ¿Invasión?

- Sí, hay que estar alerta, ¡siempre alerta! Como mi antena era chica y desde aquí no sintonizo más que las emisoras locales, hice un par de conexiones extra y gracias a un viejo radar que guardaba por ahí, ahora escucho casi todas las radios del país, y también algunas del país vecino.

Mi compañero y yo comenzábamos a impacientarnos.

- ¿Cuándo va a llegar a la parte en que nos cuenta cómo es que sabe de nosotros?

- Ahora, justo ahora. El asunto es que en una radio escuché algo sobre un partido de fútbol disputado en el norte, en el que luego del resultado habían baleado el coche de uno de los jugadores… al principio no le di demasiada importancia, claro. Pero más o menos una semana después escuché que en una bodega de Mendoza se había disputado una especie de concurso, o algo así, en donde un turista había ganado, tomando más vino que los mendocinos.

Nos miramos nuevamente. Fingiendo incertidumbre, pregunté:

- Sí, ¿y? ¿Qué tiene que ver todo eso con nosotros?

- Cuando escuché el nombre del lugar todo me cerró: ¡Alas Negras! Esa bodega pertenecía a Albatros.

Victorio bajó lentamente y sin tomar el vaso de whisky que había alzado hacia su boca. Este tipo con extrañas manías y cara de loco sabía más de lo que aparentaba. De pronto caí en que así como él había estado escuchando y atando cabos, también lo podría estar haciendo cualquier otra persona. En especial dos que tenía en mente.

- ¿Te das cuenta, Victorio? ¡Esta gente no conoce la discreción! ¡Así es como siempre nos encuentran!

- ¿Nos encuentran? ¿Quiénes?

- Digo, bueno, el hombre-de-gris, Rodolfo… por eso sabía por dónde viajábamos…

- ¿Lo volviste a ver?

- No desde la última vez que te dije, cuando me pareció verlo en la plaza de San Juan…

Tuve que mentirle. Había demasiadas cosas que no le había contado y ese no era el momento para hacerlo.

- Y bien mi amigo, volviendo a su relato… ¿Qué sabe usted sobre Albatros?

- Mi familia perteneció a esa organización. Yo nunca me interesé demasiado, y menos con todo el asunto de la guerra… Yo combatí en Malvinas, era piloto. Manejaba un Skyhawk A-4B.

De pronto mi compañero y yo comenzamos a mirar con mayor respeto a ese hombre.

- Mi madre estaba muy enferma cuando me reclutaron para combatir allí y la noticia la empeoró aún más. Lamentablemente, nunca pude despedirme de ella: cuando regresé a mi hogar ya había muerto. Mi padre la siguió poco tiempo después.

Se hizo un silencio incómodo. Álvarez volvió a servir whisky. Esta vez acepté su oferta.

- La gente de Albatros se portó muy bien conmigo. Para reponerme me asignaron venir acá. Me dieron casa, comida y una misión: cuidar una piedra, que algún día, en algún año cercano o lejano, alguien vendría a reclamar. No sé mucho acerca del tema, sólo que no es la única, y que las demás están repartidas a lo largo del país. También sabía que para conseguir algunas había que enfrentar algún tipo de prueba, por eso empecé a sospechar de las noticias de la radio. Cuando escuché el nombre de la bodega sabía que no tardarían en llegar acá.

- Bueno, entonces eso quiere decir que la piedra la tienen usted. –Dije ingenuamente.

Álvarez dudó unos segundos antes de contestar.

- No, lo siento muchachos. Fallé en mi misión: me la han robado.

- ¿Qué? –Exclamé.

- ¿Quiénes? –Dijo Victorio.

- Los enemigos de siempre. Otra vez metiendo sus sucias manos en nuestros asuntos.

- ¿Los ingleses? – Pregunté.

- No, los chilenos. Los malditos vendepatria del país vecino.

- ¿Pero qué tienen que ver nuestros hermanos chilenos en todo esto?

Mi ingenua juventud y escasa información al respecto me llevaron a formular tal eufemismo. Victorio y Rosendo me miraron de una forma que jamás olvidaré. Resumieron los hechos en pocas palabras: “Decíles eso a nuestros soldados que se hundieron en el Belgrano”.

- ¡Por los caídos en Malvinas!

- Por los caídos en Malvinas…

Brindamos amargamente sin chocar las copas.

- ¿Y cómo vamos a recuperar la piedra?

- Mis amigos, para eso necesito su ayuda.

Nos llevó hacia el fondo de su vivienda, donde había un gran galpón de chapa. Al abrir la puerta corrediza completamente, exclamó:

- ¡He aquí a la Torcaza!

Una vieja avioneta se alzó ante nosotros. Rosendo nos explicó su plan: iríamos hasta una pequeña base chilena que estaba justo del otro lado de la cordillera. Allí estaba la piedra. Nuestra parte del plan era ayudarlo a recuperarla (y llenar el tanque de nafta, porque él no era un hombre de muchos recursos). A cambio, él salvaría su honor y nosotros nos quedaríamos con la piedra.

Volveríamos victoriosos tras haber derrotado a nuestros traidores vecinos. Lo sé, todo sonaba a una utopía. Menudo latazo en el que nos habíamos metido.

- Claro que no podemos despegar desde acá. Debemos ir hasta el aeropuerto, aquí no hay suficiente carretera.

“¿Carretera?” –Pensé- “A donde vamos no necesitamos carreteras”. Y el Delorean despegaba dejando su estela de fuego en el cielo…

Ya hay demasiados guiños hacia esa película en esta historia. Deberé evitarlos… en el futuro.

martes, 21 de octubre de 2008

Veintiuno



Por supuesto que no conseguimos una excursión para el día siguiente: habíamos llegado tarde como para poder reservarla y el Calafate estaba lleno de visitantes. Tuvimos suerte, empero, en poder encontrar dos lugares para el segundo día. Así que esa tarde la dedicamos a pasear por la ciudad.

En el centro había muchos turistas, sobre todo extranjeros, y también había algunos conocidos o pseudofamosos: en un bar llamado “20 minutos” me pareció ver tomando un café al tenista Diego Roitman con el Coco Basile y Cacho Castaña (¿Quién sabe qué interesante o inútil palabrerío podrían estar disputando?).

El frío era extremo, en ese rincón del globo la primavera no se sentía, y supongo que otro tanto ocurriría con el solsticio de verano. Las camperas que había comprado Victorio nos vinieron al pelo. Mientras él se quedaba mirando con cariño a un viejo Ami 8 en oferta, contando las monedas para ver si convenía comprarlo (claro que ni se comparaba con el Farline que acabábamos de perder), yo entré a una casa de té y me pedí un cortado. Sí, me miraron mal, pero no quería té.

Si bien ahora la vara del tiempo me permite medir las cosas de otra manera, en ese punto del arco argumental aún dudaba de lo que estaba haciendo. Pero en el fondo sentía que había hecho lo correcto al no traicionar a Victorio. “Mejor malo conocido que bueno por conocer”, dicen. Me terminé el café de un trago.

Un rato más tarde cayó Vic y pedimos otra ronda de lágrimas.

- ¿Lo vas a comprar?

- No, no conviene. Está hecho mierda, no hacemos ni dos cuadras. Además, llego justo con la guita y todavía faltan dos piedras…

- No te preocupes: los cafés los pago yo.

A la mañana siguiente partimos hacia el Parque Nacional Los Glaciares, a unos 80 kilómetros del Calafate. El viaje permitía pensar, mirando la nada desde la ventanilla cerrada, mientras las palabras del guía se perdían en el éter.

Cuando llegamos al glaciar tuve aquella misma sensación de sublimidad natural como cuando había visto las cataratas. La inmensidad de la naturaleza te envuelve y te marea, te absorbe, te asimila como si de una gran masa blanda se tratara… Si alguna vez me sentí poca cosa, en ese momento era la nada misma.

Como David frente a Goliat, di un primer paso sobre el gigante. Sin embargo esta vez ganó el filisteo: no sé si fue la grandeza, la impotencia, el frío o los huevos del desayuno, pero comencé a sentirme mal. La cabeza me daba vueltas, como si un espíritu malefactor hubiera arrojado la peste sobre mí, causándome un extraño tinitus que susurraba en mis oídos.

¿Me desmayé? Sí, eso me pareció. Cuando desperté estaba dentro de la camioneta del guía.

- ¿Papá? Tuve un extraño sueño…

- No te preocupes, aquí estás a salvo en el buen año de 1955…

- ¿Qué?

- Jaja, siempre quise decir eso…

Era Victorio, obviamente.

- ¿Qué pasó?

- Te desmayaste. Y decí que te vi justo y te agarré, si no creo que no contabas el cuento.

O no lo escribía, claro.

Volvimos a la ciudad con las manos vacías. La piedra no estaba en el Glaciar, ¿por primera vez habríamos interpretado mal una pista?

Nos dirigíamos hacia la casa de té, cuando un extraño nos llamó desde una puerta entreabierta:

- ¡Ey, ustedes! ¡Sí, ustedes! Yo sé por qué están acá, y creo que puedo ayudarlos…


lunes, 20 de octubre de 2008

Veinte



Cuando volví al cuarto Victorio aún no había regresado. Me despertó muy temprano en la mañana:

- ¡Vamos Valentín! Tenemos que irnos.

- ¿Qué hora es?

- Las cinco.

- ¿Por qué tan temprano?

- Bueno, tengo una noticia buena y una mala…

- Mmm… ¿La mala?

- Mejor primero la buena, ¡tengo la sexta piedra!

- ¡Genial! ¿Dónde estaba?

- No lo vas a creer: la tenía mi amigo, el guardaparque, en su cabaña. La reconocí apenas la vi, dice que la encontró en un museo y se la quedó… por suerte también se quedó con la pista, aunque no tenía idea de lo que significaba.

- ¿Y qué tuviste que hacer para que te la de? ¿Se la compraste?

- No exactamente… resulta que mi ex compañero de secundaria me planteó que allí en su cabaña estaba muy solo, muy lejos del pueblo, y que salía muy poco porque le costaba mucho trabajo llegar a la ciudad…

- No me digas que…

- No, no, esa no es la mala noticia. Aún conservo mi integridad física, el problema es que me pidió algo a cambio de la piedra…

- ¿Las otras piedras?

- Valentín, eso sería estúpido… me pidió el Farline.

- ¿¿Qué?? ¿El auto?

- Sí, mi amado auto.

- Ay, decime que no se lo diste…

- Ya te dije que tengo la piedra, ¿no?

- Pero Victorio, ¡ESO es estúpido! ¿Cómo vamos a seguir buscando las demás ahora?

- Me extraña la estrechez de tu mente, mi querido compañero… ¿Acaso no sabés que hay varias maneras de viajar?

Caminamos muchísimas cuadras hasta la ruta. Podríamos haber tomado un taxi, pero ninguno de los dos lo propuso. A decir verdad, pasé bastante tiempo sin hablarle a Victorio. ¿Entregar el Farline? Se ve que se estaba tomando demasiado en serio todo este asunto de la aventura de Albatros.

Por primera vez en mucho tiempo tuve que volver a cargar mi mochila al hombro. Lamentablemente me había tenido que deshacer de algunas cosas inútiles, para aminorar el peso. Mi compañero avanzaba silbando, con una extraña sonrisa flanqueando su rostro. Supongo que quería hacerme notar que las cosas marchaban bien, aunque yo no opinaba lo mismo.

- ¿Y a dónde se supone que estamos yendo ahora?

- Hacia “el frío mercante negro”

- Esto de las pistas poéticas ya me está rompiendo bastante las pelotas.

Mis viejas Adidas se bancaron bien la caminata, pese al peso de la mochila y mi desgano arrastra pies. Los primeros intentos de hacer dedo se los regalé a Victorio, a mí me daba un poco de vergüenza hacerlo. En una hora pasaron dos cuatro por cuatro que ni nos registraron, un Falcon con una familia completa, y un viejo Citroën cuyo dueño, transportista de gallinas, nos miró como diciendo “lo siento, muchachos” y siguió su ruta.

La gracia divina quiso que el quinto vehículo sea un camión de carga, cuyo amable conductor no dudó en darnos una mano:

- ¿Agarrás por la 40?

- Sí, ¿hacia dónde van muchachos?

- Al Perito Moreno.

- Suban, los dejo cerca.

Atravesamos toda la provincia de Chubut con Ricardo, nuestro nuevo y casual compañero de viaje. Trasportaba insumos para HP y según nos contó no le iba tan mal. El camión era grande y cómodo, lástima que tuvimos que bancarnos cuatro cds de cumbia provinciana.

Pasamos una noche en un hotel de pueblo, que nos ofrecimos a pagarle a Ricardo, pero él se negó diciendo que de esas cosas se encargaba la empresa. Volvimos al camino muy temprano en la mañana, y hacia el atardecer de ese día estábamos llegando a nuestro nuevo destino.

- Bueno muchachos, acá los dejo. Podrán dormir por acá cerca, y mañana a la mañana visitar el Parque.

Le agradecimos mucho a nuestro nuevo amigo, que seguía su camino hacia Río Gallegos. Victorio le ofreció dinero pero no lo aceptó. Esa fue la última vez que lo vimos.

- Bueno, querido, llegamos. ¿Viste que no era tan difícil?

Cuando Victorio me habló me di cuenta de que hacía más de un día que no le hablaba de forma directa. No pude evitar una sonrisa: si le guardaba algún tipo de rencor por lo del auto, ya se me había pasado. Si habíamos empezado la aventura sin él, podríamos terminarla de la misma manera. Al fin y al cabo lo único que importaba era encontrar las malditas piedras.

Tuvimos que comprarnos unos abrigos especiales en el pueblo para poder ir al glaciar al día siguiente. Por la noche, en nuestro nuevo cuarto de hotel, me enteré de que mi compañero había adquirido algo más “para poder pasar el frío”.

- ¡Brindemos, Valentín! Es Chandon, este es bueno…

- ¿Y por qué brindamos?

- ¡Por nuestra aventura! ¡Y porque nada nos va a detener hasta que consigamos nuestro objetivo!

- ¿Estás tan seguro de que vamos a lograrlo?

- ¡Claro que sí! Esto es como una profecía de Nostradamus… ¿Se cumplió alguna, no?

- Qué se yo…

Brindamos.

Esa noche me fui a dormir pensando en Julia, y en un celular que vibraba desde el fondo de un lago.

domingo, 19 de octubre de 2008

Diecinueve



Me sorprendí al principio: hacía mucho que no usaba un celular, el mío no lo había querido llevar al viaje. Esas necesidades que tiene uno a veces de deshacerse de las cosas materiales… Tampoco había llevado cámara. De eso sí me arrepentí, claro que cuando salí de casa jamás imaginé que iba a terminar conociendo casi todo el país.

Saqué el teléfono y vi una R blanca figurando en la pantalla. Era un mensaje: “Tenemos que hablar acerca del trato”, acompañado por una dirección y una indicación temporal: el día siguiente a las diez de la noche.

Seguí durmiendo el resto de la mañana. Por la tarde caminé por las calles principales, visité el Centro Cívico y fui a tirar piedras al lago. Siempre me encantó perderme en las inmensidades naturales, y las del Nahuel Huapi son especiales para ello. Perdí la noción del tiempo mirando el azul profundo de sus aguas, y por muchos instantes me olvidé del viaje, del juego y de todas las personas involucradas en esta aventura. ¿Qué sería de Funes? ¿Habría llegado a Perú? De pronto me imaginé al homúnculo con un gorrito de colla y me reí solo.

No tuve noticias de Victorio hasta el atardecer, cuando fuimos a tomar un café y me contó sus andanzas: había estado recorriendo todo los museos cercanos, y por si acaso, también las fábricas de chocolate. Lo único que se le ocurría era que a la mañana siguiente empezáramos con las excursiones.

No recuerdo qué día era, pero daba lo mismo, ya que al estar aún la ciudad llena de pendejos los boliches funcionaban toda la semana. Con un sentimiento mezcla de resignación, resentimiento y resignificación, decidí salir esa noche a divertirme.

El patovica de Genux mi miró algo extraño cuando entré, colado entre una horda de adolescentes en celo. Creo que yo ya no pasaba ni siquiera como un coordinador, nunca me sentí tan viejo. Es terrible darse cuanta que una chica diez años menor que uno ya puede ser una mina que está buena.

El clima primaveral adornaba la pista y las hormonas de los niños que bailaban disfrazados. Además, esa era una noche especial: la terrible Fiesta del Mariposón, así que como un ciego en una orgía debía andar con mucho cuidado. Con la paciencia de un estoico soporté los ritmos del reggaeton y la cumbia villera. “Cumbia era la de antes”, pensé, “Alcides, Ricky Maravilla, Gladys la Bomba Tucumana, La Mona…”. Definitivamente, nunca me sentí tan viejo. Y lo peor de todo era que, mientras que yo había entrado creyéndome un metrosexual, bajo la espuria máxima de que “a las pendejas les gustan los chicos más grandes”, la realidad fue que me volví al cuartucho del nazi sin haber probado bocado.

Por la mañana subimos al cerro Catedral. La experiencia de las aerosillas me desilusionó un poco: la recordaba mucho más excitante. Claro que en ese entonces era sólo un niño. Pero por lo menos me di el gusto de esquiar y, si bien nunca antes lo había hecho, no sufrí ningún tropezón ni caída. ¿Había descubierto al fin algo en lo que era bueno? Lástima que una pista de esquí no se encuentra a la vuelta de la esquina

Sin embargo, la resaca y el mal dormir me jugaron una mala pasada: mientras bajábamos del cerro me descompuse y comencé a levantar fiebre. Victorio decidió parar y entrar en una cabaña que estaba cerca de allí. Debo reconocer que en ese momento mi compañero se portó muy bien conmigo: me preparó un chocolate caliente con un ibuprofeno, y me tapó con una manta. Mientras yo descansaba sobre el banco de madera él observaba unas fotos algo amarillentas y grises que colgaban enmarcadas sobre las paredes. De pronto noté que su rostro cambió mientras observaba una de las imágenes. Se dio vuelta hacia mí y exclamó contento:

- ¡Ya sé quién nos puede ayudar!

El viejo parecía tener conocidos en todos lados: en una foto había descubierto a un tal Diego Kestelmboim, un ex compañero del colegio secundario, que al parecer se había convertido en un importante guardaparque.

Victorio me llevó al cuartito que alquilábamos para que pudiese descansar, y dijo que se encargaría de ubicar a su viejo amigo y ver en qué podía sernos útil. Increíblemente, me había quedado solo, lo que me daba la oportunidad de encontrarme con el hombre-de-gris sin tener que inventar excusas para salir.

Eran aproximadamente las diez menos veinte cuando salí hacia el lugar del encuentro. Ya me sentía mejor: la pastilla había hecho efecto, y el aire fresco en la cara me sentaba muy bien. Sin embargo, había algo que me molestaba. Un dolor intenso, como una punzada en el estómago, me indicaba que había algo mal en lo que estaba haciendo. Victorio siempre había confiado en mí, y por más que no podía estar seguro de que todo lo que me había dicho era cierto, había algo en él que me llevaba a disfrutar de su compañía. Además, ese día había tenido un gesto bastante paternal conmigo, y no podía evitar sentirme como un traidor mientras avanzaba por la noche barilochense.

Llegué al lugar a las 21:55 hs: se trataba de una serie de cilíndricos tanques que formaban una especie de camino o dique sobre el lago. En el último de ellos podía observar a una figura con un sobretodo gris, esperando.

Pisé el primero de los tanques y me detuve. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué le hacía esto a Victorio? Pensé que tal vez podía sólo escuchar de qué se trataba el trato que este hombre quería ofrecerme… Di dos pasos más y volví a detenerme. Había algo que no me gustaba. La figura de gris seguía firme en al final del camino, con las manos en los bolsillos.

Nunca supe bien por qué, si fue el instinto o una corazonada, pero metí la mano en mi bolsillo y saqué el celular, justo antes de que comenzara a vibrar.

Sin pensarlo me di vuelta y lo arrojé hacia el lago. Alcancé a ver que Rodolfo sacaba las manos de su piloto y comenzaba a caminar hacia mí, justo antes de salir corriendo y desaparecer del lugar.

Mucho tiempo más tarde supe que, si no me hubiera apresurado en mi reacción, me habría llevado una gran sorpresa al ver el nombre que brillaba en la pantalla del teléfono.