lunes, 27 de julio de 2009

Cosas de Linares








miércoles, 22 de julio de 2009

Las aventuras de Rocambole. Hoy: sobre los caminos y el camino


Rocambole siempre había creído la teoría del caminito: eso de que la vida es una línea recta de predeterminaciones. Desde lo más banal y cotidiano, había profetizado al vivir como el pararse en una cinta transportadora que lo va llevando a uno desde el jardín de infantes, pasando por las estaciones primarias, secundarias y tal vez universitarias, trabajo, jubilación y muerte.

Con el tiempo y menos pesimista, desechó la senda automática, aunque no había podido filtrar la estructura de su pensadero. Todavía, quizás sin darse cuenta, creía que, si bien las vías se bifurcan, hay un patrón general que las guía: uno primero debe recibirse, luego asegurarse en el trabajo, irse de la casa de los padres, juntarse con alguien, casarse y tener hijos. En ese orden.

En un primer momento había tomado el hecho de que despidieran a su amigo del trabajo como un acontecimiento malo, y la idea del viaje de aquél como una locura. Sin embargo, si bien lo extraña en el café, ahora entiende que fue una decisión correcta y está convencido plenamente de dos ideas: los hechos no son malos ni buenos, sólo cosas que pasan; y el ser prevalece y precede siempre al deber ser.

Rocambole toma el martillo de Zaratustra y derriba todas las arcaicas ideas construidas alguna vez. Rompe estructuras medievales y castillos de prohibiciones internas e inhibiciones mentales enmohecidas. Por una vez quiere dejar que la pasión retruque a la razón y la maneje.

¿Por qué no alquilar algo ya, en lugar de esperar al trabajo seguro que le permita el crédito para comprar la casa? ¿Por qué no tener hijos cuando lo desea el alma en lugar de cuando lo permita el bolsillo? ¿Por qué no empezar a vivir la vida mientras todavía se es joven? ¿Por qué no enrocar el plan por el carpe diem?

Rocambole ahora cree que no hay un camino del deber: hay millones de senderos potenciales, actualizables con cada latido de nuestro corazón.

jueves, 16 de julio de 2009

Secuestro y muerte en Avellaneda


¿Qué tienen en común? Nada. Tal vez sólo el hecho de no confiar mucho en la gente. O quizás de hacerlo demasiado.

Darío Solanas espera nervioso en su viejo auto. No quiere tocar bocina para no llamar la atención, simplemente espera. Respira y sale vapor, es una mañana fría en Avellaneda.

Eugenio Echagüe se levanta y prepara su desayuno: medialunas de ayer calentadas en el microondas y café con leche. Otro día más de oficina.

Darío comienza a ponerse inquieto: su colega, quien tenía que hacerle la segunda, viene algo retrasado. O no viene. ¿Lo dejaría plantado una vez más?

Eugenio se ajusta el nudo de la corbata, el mismo que aprieta y afloja cada día. Mira sus zapatos: los lustró la noche anterior, pueden aguantar una semana más. Mientras se lava los dientes baila en su mente un pensamiento que no es capaz de olvidar: en ese momento podría estar amaneciendo con ella, si su compañero de trabajo no lo hubiera traicionado.

Solanas maldice a su cofrade: se promete no volver a confiar en él. Decide de todos modos resolver el trámite sólo, porque no quiere dejarlo pasar de ese día. Pone en marcha el motor y acelera con fuerza.

Echagüe es un hombre común. Clase media, empleado administrativo, no le sobra ni la pasa mal. Tiene sus ahorros, pero los guarda para comprarse el auto, está cansado del tren y el subte. Cierra con llave la puerta de su casa, se da vuelta y escucha una terrible frenada.

Darío Solanas identifica al sujeto: joven, traje azul a rayas, maletín de cuero. Se baja del vehículo, lo amenaza con el arma y lo obliga a subir. Es temprano aún, no hay un alma en la calle. De todos modos luego de unas cuadras detiene el coche, golpea a la víctima y lo ata de pies y manos. También le venda los ojos.

Eugenio Echagüe se despierta con dolor de cabeza. No sabe dónde está, tiene la vista tapada. En la boca un sabor metálico le avisa que por ahí corrió sangre. Intenta moverse, pero se da cuenta de que está atado. Sin embargo aún puede hablar: pregunta dónde está, pero lo calla una voz agitada y nada tranquila.

Darío se mueve nervioso por la habitación oscura. Revuelve papeles, se para, se sienta y relojea cada dos segundos el teléfono. Finalmente se decide a llamar. No es grata la sorpresa.

Eugenio escucha que marcan un número, luego una charla casi inaudible y finalmente un golpe fuerte y seco. Recién entonces comprende su situación: está secuestrado. Seguramente estarían contactando a su familia para pedir rescate. Aunque no había nadie en su casa, y él había escuchado una conversación.

Darío le pregunta el nombre al sujeto que yace a sus pies. Eugenio contesta su gracia.

Solanas putea, da vueltas por la habitación y golpea la mesa. En la otra mano porta el arma. Echagüe va comprendiendo cada vez mejor su situación. Le dice a su captor que al parecer se equivocó de persona.

A Darío no le gusta tanta confianza repentina: se para de un salto y apunta a Eugenio a la cabeza, no sea cosa que se confundan los papeles y se olvide quién era el secuestrador y quién el secuestrado.

Aunque Eugenio no puede ver, interpreta el gesto. Sabe que a partir de ahora debe cuidar muy bien sus palabras. Sólo ellas pueden salvarlo.

Solanas afirma que el que se equivocó no fue él, sino su compañero: aquel que le había marcado mal la casa y le había fallado en el momento indicado.

Echagüe le responde que comprende perfectamente la situación, ya que él también había sido traicionado esa misma mañana.

La repentina comprensión calma un poco los ánimos de Darío Solanas: se sienta y apoya el arma sobre la mesa. Eugenio Echagüe interpreta el gesto una vez más y se prepara para actuar.

Darío confiesa que ya no sabe en quién confiar, si sus propios amigos lo traicionan. Eugenio le cuenta que ese día le habían dado el día libre, para que pudiera visitar a su hijo que sólo ve una vez al mes, pero que su mejor compañero se hizo pasar por enfermo y por eso él tuvo que ir a trabajar.

Solanas se va relajando poco a poco, siente una extraña simpatía por ese extraño que le habla desde el piso. Enciende un cigarrillo y estira las piernas. Echagüe comprende y sonríe para sus adentros. La traición era cierta, el hijo no.

Darío va aflojando. Abre un paquete y le ofrece un cigarrillo al maniatado. Echagüe duda, luego acepta pero pide que le afloje un poco las cuerdas, para poder fumarlo. Darío se rehúsa. Eugenio entiende que no va a ser tan fácil.

El tiempo pasa y la conversación fluye. La confianza entre esos dos desconocidos aumenta considerablemente. Uno es feliz al ser escuchado y comprendido. El otro habla muy bien y miente mejor. El primero cree ir haciéndose un amigo. El segundo se convence de ir deshaciéndose de un enemigo.

Finalmente, Eugenio Echagüe da en el clavo. Milagrosamente, Darío Solanas accede. El raptor nunca antes se sintió tan cómodo ni se mostró tan inseguro. El raptado nunca antes se sintió tan incómodo ni se mostró tan seguro. A fuerza de charlas, Echagüe se gana la confianza de Solanas. A paso de puchos y palabras, Solanas aprende que no debe confiar en nadie.

Se hacen dos promesas esa tarde: Darío promete que apenas pueda arreglar el asunto no le dará mayores problemas a Eugenio. Eugenio promete que si Darío lo libera no tomará represalias contra él. Ninguna de las dos se cumple.

Eugenio Echagüe pide permiso para ir al baño. Darío Solanas concede y afloja las cuerdas de sus manos.

Los movimientos son rápidos: Echagüe manotea el arma y dispara al bulto que apenas divisa. Termina de sacarse la venda de los ojos y descubre que dio en el objetivo. Solanas se retuerce en el piso mientras su estómago chorrea sangre. Estira su mano y roza el calzado de su asesino.

Echagüe planea a la perfección lo que le dirá a la policía. Lo que no sabe es que Solanas dejó marcadas con sangre sus huellas digitales en sus zapatos.

lunes, 13 de julio de 2009

Humilde presente


Ingreso por un recoveco lúgubre y tosco, digno de las mazmorras de un titán antediluviano. Los túneles me conducen entre grietas azules y estalactitas que se burlan de Damocles sobre mi cabeza. Pese a eso avanzo a paso firme y sin mirar atrás, con la tranquilidad de vadear un terreno conocido y tantas veces recorrido.

Poco a poco los colores se van haciendo notar: primero un rojo fuerte, de sangre coagulada, me señala el lugar donde el cuerpo de la dama quedó destrozado luego del accidente ferroviario. Sí, realmente a veces el amor es estúpido. Al salir de allí casi resbalo en el barro donde una moneda había quedado clavada de canto. Pero conozco el sitio y continúo la marcha, esquivando corazones sin nombre que parecen imposibles.

Desde el dintel de una puerta, la cabeza cercenada de una doncella me sigue con la mirada, en busca del beso perfecto. Un enano deforme pasa a mi lado y me ofrece una copa. Le agradezco en francés y paso a la habitación contigua, no sin echarle medio ojo a las golfas baratas que me tientan desde un rincón.

Un mono coquetea con una máquina de escribir, manipulándola como si de una navaja se tratara. Me limpio unas gotas borravinas que caen sobre mi manga, justo cuando escucho los gritos desesperados de una mujer pariendo y partiendo. El cuarto no tarda en llenarse de demonios, unos a caballo y otros de pie, que se detienen a admirar al recién nacido. Beso la frente de la Bestia y prosigo mi camino.

Luego de lo que parece ser el fin de mundo, suena un tema del Rey mientras se escuchan murmullos viciosos en tiempo real. Algo huele a nazi y un poco podrido mientras se quema una cena de ensueño porcino. El simio apaga las velas de un grito justo cuando ingreso en un nuevo corredor.

La sala ahora se llena de vivos colores y lo que parecía una tragedia se ilumina con risas de fondo. Una Cofradía cae para dar vida a una Legión, y entre capas y espadas se abren nuevas historias, otras se pierden, y las últimas desaparecen sólo para volver en tiempo de resolución. Diviso por una claraboya como un conejo observa absorto la Luna, cuando un hombre de máscara y pantimedias me abre la última puerta con gesto gentil y se esfuma como si nunca hubiera estado allí.

Me recibe un póster de dos héroes americanos, uno azul, el otro dorado, mientras Johnny Cash regala al aire una canción. Sentado en la cabecera de una larga mesa de marfil me espera él, acariciando un gato de peluche. Su maliciosa calva perfectamente afeitada me regala una sonrisa, deviniendo su rostro en el de un aniñado ser interior. Sobre la mesa descansan una botella de fernet y otra de hesperidina.

Las horas pasan sin sentirse y los temas varían desde música, cine, proyectos a futuro e historietas de ocasión. Luego de una larga pausa de esas que sólo se dan entre personas que de tanto conocerse no necesitan hablar para decir, me pongo de pie, y colocándome mis guantes blancos sonrío al partir:

-Feliz aniversario, mi estimado Jardinero. El próximo encuentro toca en mi barrio.

martes, 7 de julio de 2009

Crónicas de Badhar El Grande


Badhar El Grande poseía grandes campos de Falopio en la ciudad de Goz. Un día, aburrido de todo hacer y enajenado de todo andar, cortó raíces viperinas y dedujo el sendero más sensato hacia la epifanía neural. Así fue como tomó su tronchera, destornilló su mula y echó a mular.

La tarde se hacía noche cuando Badhar el Grande se alejaba de su querida Goz y entraba en el desierto de Arnés. Pasó doce noches y tres días vagando entre arenas fétidas y coronillas mal pintadas, saboreando tan sólo el color de la carne y el sabor de las nubes bermellón. Mas, al décimo tercer sol su cuerpo languidecía de hambruna y estiércol.

A Badhar El Grande sólo le importaba una cosa: llegar a la colina de Rúcula, donde vivía el gran sabio zalamero Putín del Ort, ídolo de niños mancos y curador de sordos que no quieren oír. Putín del Ort tenía ciento noventa y nueve años y nunca había visto a un ciego. Sin embargo creía en ellos.

El Majar de Guadalupe, primo extraño del Maraja de San Telmo, le había dicho a Badhar El Grande una vez: “La matemática está compuesta de juicios sintéticos a priori”. Quién sabe qué le habrá querido decir. Lo importante era que Badhar El Grande sentía ardor por sus famélicos órganos digestivos. Y lo único que tenía junto a su ser, en aquel abismal desierto rastrero, era su vieja y querida mula, Eulalia.

El mahometano se encontraba en una disyuntiva: seguir avanzando sin ton ni son, y resignarse a morir de hambre con tal de alcanzar la sabiduría de Putín del Ort, o, caso contrario, comerse a Eulalia, vivir por un rato, pero perderse en las arenaidas de la ignorancia.

De pronto, cayó la noche y Badhar El Grande tuvo un extraño sueño: se encontraba en el desierto de Arnés, solo con su caballélido, pero era de día. Un súbito viento lo despertó: de pronto Badhar El Grande ya no sabía si era de día, de noche, si era Badhar El Grande, una mula renga o una mariposa que estaba soñando con ser un oriental.

En medio de una vigilia que podía no ser tal, se abrió la tierra, nació un cactus y al partirse a la mitad, la figura del maestro Putín del Ort se irguió diciendo: “hijo, no lo dudes más: cómete a Eulalia”.

Badhar El Grande tomóse la gorra, devolvióse la mirada hacia su interior y acabóse en los pantalones. El sabihondo suicida respondióle: “ahora déjate penetrar por la sabiduría”. Y Badhar El Grande se dejó.

Al volver a sus tierras de Goz, acusó su renguera a una enfermedad transmitida por su difunto animal y dijo haber aprendido una gran lección, que prefirió no contar.