martes, 13 de septiembre de 2016

Una historia cotidiana

Si usted espera una aventura extraordinaria le recomiendo que deje de leer estas líneas y se dirija a La isla del tesoro, de Stevenson, o en su defecto a cualquier obra de Julio Verne (La vuelta al mundo en ochenta días es mi favorita). La siguiente es una historia completamente cotidiana, aunque no por eso menos trascendente o menos dadora de sentido. Esta mañana aprendí algo nuevo. Necesitaba cambiar dos cerraduras de puertas interiores en mi casa y me dirigí a la casa de herrajes. Al notar que las que me ofrecían tenían el pestillo interior al revés que las que tenía en mi casa, consulté si tenía alguna importancia. Me contestaron que sí, pero que fácilmente podían darse vuelta para que quedaran del lado que los necesitara. Al llegar a mi hogar comencé con el procedimiento de cambio. No fue tan fácil como parecía en un principio, la cerradura no encajaba de modo perfecto en la puerta, pero improvisando una gubia con una espátula logré darle la forma adecuada a la madera para que encaje. Terminado el trabajo, sentí la satisfacción correspondiente. Sin embargo tenía sed de más. Recordé entonces que la cerradura de la puerta principal, también cambiada por mí hacía más de un año, nunca había quedado del todo bien. El problema era que el pestillo estaba al revés, por lo que la puerta, cuando estaba cerrada sin llave, se abría ante el más leve empujón. Ahí fue cuando la enseñanza de la mañana, aparentemente casual, podía ser aplicada. Claro que todo dependía de que la cerradura de esa puerta fuera igual a la que había comprado. Inspirado por la pequeña hazaña conquistada, me animé a sacarla. Por supuesto, era distinta: el pestillo no giraba, por lo que era imposible cambiarlo de sentido. Sin embargo… Se me ocurrió una arriesgada opción: desarmar la cerradura. ¿Han visto una cerradura por dentro alguna vez? Es un delicado mecanismo de relojería, lleno de resortes, palancas y piecitas finamente encajadas para que el todo funcione. Tomé mi destornillador philips y me embarqué en aguas negras. Me sentía un estudiante de medicina realizando una cirugía a corazón abierto. Vislumbré el mecanismo del pestillo e intenté girarlo: no había caso, no se movía. La operación parecía cada vez más delicada, mas nunca perdí la fe. Una sed de aventura me llevaba a seguir adelante. Las aguas eran profundas y ya tan sólo quedaba una salida: sacar un resorte, desarmar el pestillo y darlo vuelta. Era a todo o nada. Trabajaba con la puerta de mi casa abierta, sabiendo que si algo salía mal no iba a poder cerrarla. ¿Qué hacer? ¿Seguir o volver atrás? ¿Rearmar todo y a otra cosa o aventurarme hasta el final, pase lo que pase? No lo dudé: una extraña fuerza optimista me alentaba. La desarmé. Al mismo tiempo que saqué el resorte escuché un click, otra parte no deseada también se había salido de su lugar. ¿Cuál era? ¿Cómo estaba montada originalmente? El sudor caía lentamente por mi sien como si de desactivar una bomba se tratara. Tenía que concentrarme, serenarme, yo puedo, yo puedo… Lo primero que hice fue girar el pestillo y volver  acomodar el resorte que había sacado intencionalmente. Luego descubrí cuál era la otra parte que se había salido y la coloqué de nuevo en su lugar. Por último volví a armar la cerradura, no sin cierto escepticismo. Sólo bastaba el montaje final, la prueba definitiva. Volví a colocar el mecanismo adentro de la puerta y enrosqué el picaporte. Al moverlo hacia arriba y hacia abajo vi que el pestillo entraba y salía de la cerradura. Ahora había que cerrar la puerta y rogar que vuelva a abrirse, que no se trabara. Lentamente coloqué la puerta en su lugar natural. Calzó perfecto. Empujé desde afuera y la puerta ya no se abría, al menos que utilizara el picaporte. Increíblemente había funcionado. Guardé todas mis herramientas en la caja y fui feliz, con esa inigualable satisfacción de haber terminado un trabajo bien realizado. Por la tarde di dos talleres: discutimos sobre la ontología de Spinoza y la ética de Aristóteles. Pero esas son cosas de todos los días.