domingo, 23 de enero de 2011

Crónicas de Eutravia. Hoy: La Bala y el Coronel


La bala que asesinó al Coronel Klauss fue extraída, por última vez, de su cuerpo. Pero mucho antes de eso, fue sacada de las profundidades del Monte Schneider, en la frontera que divide Eutravia de Bolsonia. El Coronel solía recorrer esa zona de niño, aunque luego había abandonado las montañas para entregarse a los mares. De joven había aprendido a distinguir babor de estribor (las denominaciones “izquierda” y “derecha” se había eliminado por razones políticas) y a hacer nudos marineros, pero volvamos a la bala.

La pieza de acero había sido recortada de un gran trozo de ese material, con el cual se habían fabricado dos cañones, una mesa de utilería, tres marcos para anteojos, una bayoneta, diecisiete canicas y ocho balas. Sólo dos de estas últimas fueron a parar al cargador del arma que fue disparada contra el Coronel. De las otras seis, una se hundió en los sesos de un pobre enamorado, otra voló por los aires con destino incierto tras los festejos navideños, dos aún esperan ser ejecutadas, la quinta se desconoce su paradero y a la última nunca le fue colocada la pólvora, terminando como un parco llavero.

El Coronel Klauss se había afeitado esa misma mañana, de abajo hacia arriba a la vieja usanza, y bebía su café espumoso cuando golpearon a la puerta. Era su día libre. Sobre la mesada yacían mapas de las colonias. Mas el Coronel no cavilaba sobre cómo expandir las tierras nacionales, si no que perdía sus pensamientos en imposibles tales como la cuadratura del círculo, la cifra completa de pi y la raíz cuadrada de dos, entre otras cosas.

El gran trozo de acero había sido cortado en primer lugar por un grupo de obreros metalúrgicos, quienes cedieron luego las piezas más pequeñas y ya algo formadas a tres herreros dóciles en el arte de lacerar aquel elemento. El señor Patrovic fue quien moldeó las ocho balas, entre ellas la que arrebató al Coronel, aunque nunca se sintió responsable de su muerte.

Cuando la puerta volvió a sonar, con más insistencia aún, Klauss se decidió a levantarse. En el caminó golpeó la tabla y derramó su café sobre los mapas. Se lamentó porque la mesa no estuviera más alejada de la silla, ello le hubiera permitido pasar con mayor comodidad. Se alegró al formular la frase “todo se puede cambiar”, aunque dudó de la universalidad de tal afirmación.

El encargado de introducir la letal y sus compañeras dentro del cargador fue el sicario Nordik, quien pasó el arma a su compañero Surich, abandonando la misión por problemas gástricos.

Surich golpeó por tercera vez, el Coronel Klauss abrió la puerta. La primera bala sólo le rozó el brazo, acabando incrustada en la mesada de madera. Esa no era hermana de la asesina. La segunda, hecha sí del mismo acero que aquella, voló mientras el Coronel caía al suelo, haciendo trizas su taza preferida. La tercera, aquella que fuera extraída del seno mismo del Monte Schneider, para ser cincelada luego por un obrero de nombre desconocido, que pasara la pieza al herrero Patrovic, quien la vendiera al sicario Nordik, para ser colocada en el cargador del arma mortal y luego cedida por problemas de salud a su colega Surich, salió despedida en línea recta, atravesando el pecho del Coronel Klauss y quedando incrustada en su espina dorsal, de donde la quitó el forense unas horas más tarde.

Aún se debate contrafácticamente cuál fue la causa de su muerte.