domingo, 31 de agosto de 2008

Desliz emocional (Parte 6 de 6)


La silueta de un hombre alto, viejo, de cabello largo y sucio se dejó ver entre el marco de la puerta. El hombre entró despacio y el doctor comprendió el por qué de aquel extraño sonido: su pierna izquierda terminaba a la altura del muslo, donde comenzaba una pata de palo. En su mano brillaba un gran anillo con las iniciales: “J. K.”. El viejo se acercó lentamente y no parecía sorprendido en lo más mínimo de encontrar al doctor allí. Lo miró fijo a los ojos y finalmente habló:

“¿Qué tal? Sabía que te encontraría aquí.” Su voz era áspera y fría. El doctor no contestó.

“Seguro que querés muchas respuestas, ¿verdad?” – Continuó el viejo – “Bien, si tenés un poco de tiempo te las daré”.

“¿Quién es usted?” – Gritó el doctor.

“Bueno, digamos que soy un viejo amigo de tu padre”.

“¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver él en todo esto? Él murió cuando yo era pequeño”.

“Eso ya lo sé. Y si no fuera por él no estarías aquí ahora, y tal vez jamás nos hubiésemos conocido. ¡Ay!, pensar que en este mismo lugar, hace tantos años, ocurrió todo aquello...”.

“¿Qué pasó?” – Gritó el doctor, cada vez más nervioso – “¿Qué pasó esa noche? ¿Estaba mi padre?”.

“Sí, sí que estaba”. – Dijo el viejo, tocándose la pierna lisiada –. “Lo recuerdo como si fuera ayer... Recuerdo cuando me tomaron por sorpresa, cuando el juego se tornó en desastre... Y fui golpeado, rompieron mis ropas... Entonces apareció ese maldito hombre, y comenzó a cortarme. Primero hizo unos tajos pequeños, pero luego la clavó muy profundo, aquí, a la altura de la rodilla... Se creía muy poderoso con la navaja. Quise gritar pero fui golpeado brutalmente, a tal punto que perdí el conocimiento. Cuando desperté ya era de día y estaba vendado, había sido rescatado por un policía. Tuvieron que amputarme la pierna. Jamás encontraron la rótula...”.

El señor Thompson tragó saliva, mientras iba comprendiéndolo todo. El viejo continuó con su relato:

“Años tuve que esperar encerrado por su culpa, solo y muy lejos de aquí, mientras no pensaba en nada más que en vengarme. Pero en cuanto tuve la oportunidad lo hice: lo asesiné con mis propias manos. Quise que pareciera un accidente, pero creo que no fue posible, ¿verdad?... No importa, nadie va a hacerme nada ahora”.

“¿Años?” – Pensó el doctor – “La tragedia sucedió en 1870... Mi padre murió en el ´73...”. Estaba fuera de sí. Tanteó en su bolsillo y tomó la navaja...

“Y finalmente te encuentro” – siguió el viejo – “justo a tiempo para terminar con mi misión...”.

El doctor Thompson se abalanzó con todo su cuerpo sobre aquel viejo decrépito. Sacó la mano del bolsillo, abrió la hoja de metal y se la clavó en el estómago. El viejo sólo alcanzó a decir: “esperá, no entendés...” con una voz apagada, cuando el doctor comenzó a girar su muñeca, clavando aún más profundo la fina hoja. Entusiasmado por los gritos del viejo, movió su brazo como si estuviera dibujando, con la navaja adentro del estómago de aquel horrible señor. Había practicado la medicina durante más de treinta años, realizando muchas operaciones. También había examinado cadáveres, pero nunca pensó que le daría tanto placer destrozar una carne así, tan tibia, tan viva, sin ningún tipo de anestesia. Sus ojos brillaban, mientras apretaba sus dientes en una diabólica sonrisa. La sangre oscura brotaba a borbotones. Los tremendos alaridos de dolor lo incitaban a seguir escarbando. Extrajo e introdujo varias veces la navaja haciendo cortes irregulares, mientras el viejo se retorcía violentamente, vomitando un líquido espeso. Luego hizo un corte profundo, horizontal, dejando las vísceras al descubierto, que comenzaron a caer fuera del cuerpo, manchando el piso de madera. El olor era insoportable. No importaba, ya estaba hecho: había vengado la muerte de su padre. Y lo había realizado con el mismo arma con la que aquél había dejado inválida a esa misma persona, y tal vez habría cometido otros asesinatos. Ahora también él era un asesino, pero de algún modo sentía un extraño orgullo, una asquerosa satisfacción. Se sentía bien por haberlo hecho, como si le hubiera dado un nuevo sentido a su vida, siguiendo su destino. Le hubiese encantado que su padre lo estuviera viendo en ese momento.

Consultó su reloj y vio que ya eran más de las doce. Un nuevo día había comenzado en su vida, una nueva era. ¿Qué día era? Ah, sí: 29. Veintinueve de julio, una vez más, en el mismo lugar que hacía años.

De pronto la mano del anciano se movió lentamente, como intentando señalar el bolsillo de su saco. Parecía que el pobre tipo seguía vivo a pesar de su estado. El doctor quiso ceder a su última voluntad y revisó las ropas de aquel hombre. Extrajo un papel del lugar indicado, cuidadosamente doblado. Lo abrió y se sorprendió al reconocer la letra de su padre. Era una carta, dirigida a un tal Jack Kruffer, que el doctor no tardó en reconocer que se trataba de aquel viejo muerto, por las iniciales que llevaba en su anillo.

Se sentó en la pequeña silla de madera, apoyó la lámpara sobre la mesa, y comenzó a leer la carta con unas manos temblorosas y cubiertas de sangre:

“Querido Jack:

Tengo miedo. No me gusta el tono que están tomando nuestras reuniones. He tratado de desistir de ellas, ya no quiero seguir concurriendo. Pero él me obliga a hacerlo. Ya no confío más en él, su trato amable para conmigo ha cambiado notablemente. Ha llegado a amenazarme con hacerle algo a mi familia si no asisto. No sé qué pudo haberle pasado.

Hace días que no encuentro mi navaja, creo que él la tiene. Tengo miedo que cometa alguna atrocidad con ella. Además guarda cosas extrañas en mi casa, no me gusta nada todo esto.

Debo pedirte un favor: quiero que cuides de mi familia si algo llegara a pasarme, sobre todo del pequeño Robert. Si no llego a salir vivo de ésta, quiero que te asegures que él no pueda hacerle daño. Y una vez que aquel nefasto hombre se encuentre muerto y el peligro haya pasado, contale la verdad a mi hijo. No sé cómo va a terminar todo, pero no quiero que le quede una mala imagen de su padre.

Sé que él tiene preparado algo especial para mañana a la noche, debemos estar alerta. Ya sabés que posee un gran poder de convocatoria y todos lo siguen como sus fieles mascotas. Pero yo no soporto más todo esto: si algo se descontrola daré aviso a la policía. No me importa que él haya jurado buscarme hasta matarme si yo hacía algo, si intentaba romper el círculo. No, ya no lo soporto más. Tenemos que detenerlo, para demostrarle que no es tan poderoso como cree ese tal señor Fúrmenton.

Nos vemos mañana por la noche.

Henry Thompson, 28 de julio de 1870.”





[Archivo 2004]

miércoles, 27 de agosto de 2008

Desliz emocional (Parte 5 de 6)


Por tercera vez en esos días subió los viejos escalones con la lámpara encendida. Comprobó con la mirada que no había nadie allí y cerró la ventana con vehemencia. Dio un último vistazo y bajó, pensando que habría sido el viento el que había hecho golpear las persianas. Por si acaso, una vez abajo arrastró un pequeño mueble y lo colocó contra la puerta que subía al desván, aquella que no lo había dejado dormir por tantos años.

Estaba cansado, pero no podía quedarse quieto. Encendió su pipa una vez más y caminó por todas las habitaciones. Finalmente se detuvo, volvió hacia unos cajones de la cocina y abrió el primero. Sacó un pequeño papel y lo leyó para sí: era la dirección que había encontrado hacía dos días en aquel gorro de marinero.

Se colocó su sombrero, abrió la puerta de entrada y salió, decidido a enfrentar su destino. Iba a ir a ese lugar. No sabía bien por qué, pero sentía que debía estar allí para poder develar todo el misterio. Sobre la mesa había quedado el viejo papel de periódico en el que el día anterior el viejo Fúrmenton le había envuelto el tabaco. Era el diario del 7 de septiembre. No se veía el año.

La noche estaba oscura, apenas iluminada por algún farol perdido. Trató de recordar las indicaciones que le había dado el viejo y, aunque dio algunas vueltas de más, finalmente se encontró caminando directo hacia la costa.

La calidez de esa noche se fue enfriando con el viento marino a medida que se acercaba a lo que alguna vez había sido un puerto. Ahora sólo quedaba un deshecho muelle de madera, junto con lo que parecían ser unas pequeñas divisiones donde atar los barcos. A la derecha pudo ver unas viejas cabinas hechas con tablas, donde antiguamente se guardaban los elementos de pesca y algunos otros artefactos necesarios para la navegación. Contó cuatro y entró.

El lugar estaba completamente a oscuras, y sólo podía escucharse el sonido de las olas rompiendo contra los arrecifes. Buscó alguna lámpara para encender, tanteando objetos polvorientos y telarañas. Encendió un fósforo para ver mejor y encontró una a la que todavía le quedaba un poco de combustible. La prendió y observó el lugar: había una mesa y una silla, varios aparatos extraños y unas sábanas tiradas en un rincón. Parecía como si alguien hubiese estado allí no hacía tanto tiempo, además, ¿por qué tendría combustible la lámpara si no?

De pronto escuchó unos golpes en el muelle. Se quedó completamente quieto, agudizando el oído, y descubrió que se trataba de pasos. Pero era extraño: se escuchaba un golpe y un paso, un golpe y un paso... . El sonido estaba cada vez más cerca y el doctor sabía que no tenía forma de ocultarse. Lo único que podía hacer era esperar. Entonces el ruido cesó. Y la puerta se abrió.


(Continúa)


[Archivo 2004]

lunes, 25 de agosto de 2008

Desliz emocional (Parte 4 de 6)


A la mañana siguiente salió apurado de su casa y se dirigió hacia la tienda. Quería aclarar sus dudas lo antes posible, por lo que no vaciló en ir directo al grano y sacudir un poco al viejo para ver si se le caían algunas monedas. Caminaba a paso firme, pero un pequeño cartel que había pegado en la puerta del local lo detuvo en seco. En él podía leerse: “cerrado por duelo”.

¿Duelo? ¿El viejo Fúrmenton habría muerto? Bueno, ya estaba bastante entrado en años, pero su salud parecía de hierro... ¿Y si lo habían asesinado? No, ¿quién hubiese querido hacerlo? De pronto el doctor se acordó de sus últimas palabras: “No debería seguir hablando. Esa historia fue borrada. Usted no tendría que saber esto...”.

¿Lo habría visto alguien salir de la tienda el día anterior? ¿Habría sido él la última persona que había hablado con el viejo? ¿Qué tal si la policía investigaba? ¿Qué tal si se dirigían directo a él? De pronto el doctor fue consciente de que se encontraba parado frente a un lugar donde se había cometido un asesinato, del cuál él era el principal sospechoso...

Comenzó a caminar rápidamente sin saber a dónde ir. No quería volver a su casa: ahí sería el primer lugar en donde lo buscarían. Debía tranquilizarse, estaba perdiendo su habitual serenidad y su frialdad calculadora. Entonces recordó que ese día debía ir a visitar a un paciente, no muy lejos de ahí.

Calmándose un poco se dirigió hacia el lugar, mirando cada tanto hacia atrás y a los costados. Se paró frente a la puerta, tratando de parecer tranquilo, simulando su buen humor habitual. Además, ¿por qué tenía que estar nervioso? Él no había hecho nada. Estaba sacando conclusiones demasiado rápido. Seguramente el anciano habría muerto a causa de su vejez y nada más.

Golpeó suavemente y esperó. La puerta no tardó en abrirse dejando ver del otro lado a una mujer mayor, corpulenta y canosa. La señora lo recibió amablemente y lo condujo por un pasillo hacia la habitación del enfermo.

El señor y la señora Harris eran viejos conocidos del doctor. Hacía tiempo que la salud del Sr. Harris estaba algo delicada, y él solía visitarlo cada semana para aplicarle algún medicamento, o simplemente ver cómo estaba. Ese día se encontraba bastante bien: sólo tuvo que revisarle un poco la garganta y luego aprovechó la invitación del matrimonio a tomar el té para distraerse un poco.

La charla fue muy cordial, recordando viejos tiempos. El doctor estaba a punto de avisar su retiro cuando de pronto la Sra. Harris lo dijo: “¿Oíste lo del anciano de la tienda, Robert?”.

La mano que sostenía la taza del doctor Thompson comenzó a temblar levemente. La apoyó sobre el pequeño plato y contestó: “¿Cuál anciano?”. Su pregunta le pareció estúpida, ¿qué otro anciano podría ser?

“El viejo Fúrmenton, el del almacén – contestó la Sra. Harris –. Parece que murió anoche”.

“Ah, no. No sabía nada – contestó el doctor intentando disimular el movimiento inquieto de su labio inferior – ¿Estaba enfermo?”.

“No – continuó la Sra. Harris –, creo que fue asesinado”.

Esa última palabra resonó con ecos en el oído del doctor. Se paró de golpe, como queriendo decir: “¡Yo no fui, no sé de qué me estás hablando!”. El señor Harris se sobresaltó en su cama.

“Discúlpenme, se me ha hecho tarde. Debo estar en otro lugar ahora” – Dijo el doctor y saludó al enfermo de la forma más amable que pudo, prometiéndole pasar a verlo la semana siguiente. La señora Harris lo acompañó hasta la puerta y lo despidió con una expresión extraña, no le había gustado demasiado su reacción.

Caminó a los tropezones por la vereda, intentando aclarar sus pensamientos. ¿De qué huía? No tenía por qué ocultarse, él no había hecho nada. Sin desearlo sentía que las miradas de todos los transeúntes se dirigían hacia él. Llegó a su casa y entró apurado, mirando alerta que no hubiera nadie alrededor. Se arrojó en su sillón, tratando de entender algo de todo lo que le había sucedido.

La noticia de la muerte del viejo Fúrmenton ya se estaba haciendo conocida. Además había confirmado su sospecha: había sido asesinado. ¿Habría sido su charla con él del día anterior la causa de su asesinato? ¿Tendrían él, o su padre, algo que ver con todo esto? De una cosa estaba seguro: su padre estaba muerto, y él estaba vivo, al menos por ahora.

Se levantó y trabó cada una de las puertas y ventanas. Una vez seguro de que nadie podía verlo desde afuera, se volvió a desplomar sobre su sillón. Lamentó no tener un arma en la casa. Introdujo la mano en el bolsillo de su saco y encontró la navaja que había guardado la noche anterior. Al menos tenía algo con qué defenderse.

Pasó unas horas así, sentado sin hacer nada, cuando comprendió que era ridículo cómo se estaba comportando. Si seguía actuando de esa manera iba a terminar por volverse loco. Fue hasta la cocina y preparó un té, y estaba a punto de tomarlo justo cuando escuchó un ruido en las alturas. Entonces se dio cuenta: había olvidado trabar la ventana de arriba, en el desván.


(Continúa)


[Archivo 2004]

domingo, 24 de agosto de 2008

Desliz emocional (Parte 3 de 6)


El edificio estaba casi vacío y el doctor pudo pasear tranquilo dentro de él sin levantar sospechas. Disimulando (como si alguien pudiera verlo en aquel sitio desierto), se dirigió hacia el lugar donde se guardaban los periódicos viejos. Se sentó cómodamente y comenzó a revisarlos. Pasó rápidamente los de las últimas décadas: 1910, 1900, 1890... llegó a los ´70 pero quiso retroceder un poco más, sintió curiosidad por revisar el diario del día de su nacimiento.

El doctor Robert Thompson había nacido el 4 de abril de 1866 (nada importante había sucedido ese día). Sus padres, Henry y Margareth Thompson, habían muerto el 18 de septiembre de 1873. La fecha de la gran catástrofe estaba en el medio de las dos.

Revisó cuidadosamente y descubrió que había un gran salto en los periódicos desde el 28 de julio hasta el 6 de agosto: no se encontraban los ejemplares correspondientes a los días ubicados entre esas fechas. Siguió buscando, pensando que tal vez se habían traspapelado, y notó que tampoco estaba el del 14 de agosto, ni el del 7 de septiembre, ni algunos de noviembre... Parecía que habían sido eliminados por alguna razón en especial. Tal vez hablarían sobre lo mismo, algún caso que se iba resolviendo.

Volvió a fijarse en lo diarios anteriores a ese año pero no encontró que faltara alguno. Los ejemplares desaparecidos eran todos posteriores al 29 de julio, día en el cual, según el viejo de la tienda, había sucedido una gran tragedia.

Se adelantó unos años y lo comprobó: tampoco figuraba el diario correspondiente al día en que habían muerto sus padres. Un ruido a sus espaldas lo sobresaltó: era el bibliotecario.
“Lo siento, doctor, pero debo cerrar. Ya son más de las seis”.

El doctor se sintió como si lo hubieran sorprendido haciendo algo indebido. Acomodó un poco los papeles, tratando de que aquel hombre no se diera cuenta de qué era lo que había estado buscando, y con un saludo amable salió del edificio. Caminó a su casa pensando y fumando su pipa.

Llegó y se arrojó sobre su sillón preferido. Y así se quedó durante bastante tiempo, pensando, tratando de unir cabos. ¿Cómo podría hacer para averiguar más sobre el asunto? ¿A quién podría recurrir? Pensó en la policía, pero lo descartó en enseguida: el caso había sido borrado y si todavía quedaba allí alguien que lo recordara sería muy sospechoso que un Thompson apareciera ahora preguntando, si es que su padre tenía algo que ver en el asunto.

No, lo mejor era que nadie más supiera que él estaba interesado en el tema, el pueblo era chico y poco a poco terminarían sabiéndolo todos. Lo único que podía hacer era volver al día siguiente a la tienda del viejo Fúrmenton y seguir interrogándolo. De todos modos el anciano estaba ya algo senil y nadie le prestaría atención si llegaba a decir que el doctor le había estado haciendo algunas preguntas extrañas.

Mientras pensaba todas estas cosas sentado en el sillón, una vez más le pareció ver aquel titilar de luz en el desván. Era como si lo llamaran, como si le faltara algo por encontrar allí arriba. Luego de quedarse unos segundos en la misma posición, con la pipa casi cayéndosele de la boca, la guardó, encendió la lámpara y se decidió a subir nuevamente.

Una vez arriba se dirigió directamente hacia el baúl, que había dejado abierto la noche anterior. Revolvió tratando de no prestarle atención a aquel pedazo de hueso que parecía estar mirándolo desde un rincón. Volvió a encontrar la navaja y por alguna extraña razón se la guardó en el bolsillo. Corrió las viejas telas, revisó algunos artefactos, pero parecía no haber nada nuevo. Tomó uno de los libros y lo abrió, y observó lo mismos caracteres extraños y símbolos. Introdujo la mano hasta el fondo y tomó toda la pila de libros con la intención de llevarlos hacia abajo para poder leerlos más tranquilo, pero eran muy pesados y su muñeca no resistió: luego de un vaivén en el aire se desparramaron por el suelo.

Algunos se desarmaron con el golpe, pero hubo uno que quedó abierto en una página sobre la cual se apoyaba una fotografía. El doctor la tomó y la observó detenidamente: también en ella aparecía su padre, pero ahora acompañado por un señor algo mayor que él. Fijó la vista un poco más y lo reconoció: era el viejo (ahora joven) de la tienda.

Un golpe violento lo asustó: la puerta de abajo se había cerrado. El sobresalto hizo que la lámpara se le cayera sobre los libros, que comenzaban a incendiarse. Intentó apagarlos ahogando el fuego pero las llamas eran cada vez mayores. El doctor se quedó unos segundos atónito, de pie, viendo cómo se quemaban aquellas cosas. De pronto reaccionó: si no hacía algo rápido se incendiaría toda la casa.

Bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta. Llenó con agua una jarra en la cocina y volvió a subir iluminado por los ondulantes haces de luz que se desprendían de las llamas. El fuego todavía no había crecido lo suficiente, por lo que le bastó con aquella jarra para apagarlo. Una vez más tranquilo, tomó la lámpara y la volvió a encender para descubrir la gravedad del daño. Ni uno solo de los libros se había salvado, como si no hubiesen querido ser leídos por aquel hombre.
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(Continúa)
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[Archivo 2004]

viernes, 22 de agosto de 2008

Desliz emocional (Parte 2 de 6)


Los rayos de sol que entraban por su ventana lo despertaron. Ya no llovía, era otro acalorado y húmedo día estival. Tomó su desayuno mientras trataba de recordar dónde había dejado su mapa del lugar. A pesar de vivir allí desde que había nacido, jamás había escuchado nombrar aquella calle, ni ese puerto.

Se fijó en el plano pero no figuraba la dirección que estaba buscando. Introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó su pipa, cuando notó que no tenía más tabaco. Buscó en la alacena, pero allí tampoco había, por lo que no le quedó más remedio que salir a comprar.

El sol estaba a dos pasos de ubicarse en el centro del cenit cuando abrió la puerta de la tienda. Saludó al viejo Fúrmenton, el dueño del local. El doctor no podía creer cómo hacía aquel señor para mantenerse con vida: era más viejo que el pueblo mismo.

Tomó el paquete y se dirigió hacia la caja. Mientras sacaba un rollo de billetes de su bolsillo se le iluminó la mente: aquel viejo debía conocer dónde se encontraba el lugar que estaba buscando. No perdía nada con preguntarle.

El anciano hizo un gesto extraño al escuchar aquellos nombres. Mientras envolvía lentamente el tabaco en un viejo papel de periódico, contestó:

“Sí, conozco ese lugar. Debe tomar por Frackson St. hasta el Boulevard Jackson. Allí doble hacia la izquierda y siga en línea recta hasta el cruce con Warwick St., donde debe tomar hacia la derecha hasta llegar a la costa.... pero, ¿por qué quiere ir allí, doctor? Ya nadie va a ese puerto, ha sido clausurado hace años. El lugar fue borrado de los mapas..., dicen que allí ocurren cosas extrañas...”.

“Tengo un paciente por esa zona – mintió el doctor –. Tengo que ir a verlo urgente, parece que está grave”.

“Ya lo creo que esté grave si vive por allí – siguió el viejo –. Nadie se acerca a aquel lugar desde la catástrofe del 70...”.

“¿La catástrofe del 70? ¿Qué pasó en ese año?”

El viejo Fúrmenton dudó un poco antes de seguir. Luego contestó:

“Un grupo de jóvenes solía reunirse en aquel lugar. Eran marineros. Sus reuniones, que comenzaron siendo simples pasatiempos entre amigos, no tardaron en convertirse en algo más que eso. Comenzaron a rumorearse cosas extrañas sobre el lugar, se fue uniendo más gente... – el viejo tragó saliva – ... se... se emborrachaban, bailaban... hasta que comenzaron con aquello. Aquel ritual de magia negra... mataban animales y se repartían sus partes..., bebían su sangre...”.

El viejo Fúrmenton cerró los ojos con fuerza. Parecía a punto de desmayarse, sin embargo prosiguió:

“...Hasta que aquella noche del 29 de julio perdieron totalmente el control. Hubo llantos, gritos... víctimas humanas...”.

Ambos rostros estaban completamente pálidos. El viejo continuó:

“...La policía desalojó el lugar. Los asesinos fueron perseguidos durante años, y finalmente fueron todos exterminados... No debería seguir hablando. Esa historia fue borrada. Usted no tendría que saber esto, podría ser peligroso...”.

El doctor Thompson le agradeció por la información y salió del lugar algo aturdido. En pocos minutos se había enterado de muchas cosas, grandes secretos ocultos por el tiempo. Pero no era suficiente: quería saber más. Ya no estaba tan seguro de ir a aquel puerto, prefería antes obtener un poco más de información. Luego de almorzar se dirigió a la biblioteca.


(Continúa)


[Archivo 2004]

miércoles, 20 de agosto de 2008

Desliz emocional (Parte 1 de 6)


El día en que el Dr. Thompson se decidió por fin a aceitar la vieja y oxidada bisagra era pesado y sumamente caluroso. Sus horas corrían lentamente en el espacio mientras él tomaba su antigua aceitera y se acercaba a la puerta del desván. Lentamente colocó el extremo de dicho artefacto contra una de sus bisagras, apretando y soltando cada vez, al mismo tiempo que las viscosas gotas se iban impregnando en el sórdido metal.

A pesar de que era julio y el calor húmedo pesaba sobre Inglaterra, el viejo doctor no se había quitado su gruesa chaqueta, ni su sombrero, y las líneas de sudor se deslizaban lentamente por sus mejillas.

Hacía tiempo que se había propuesto aceitar aquella puerta, ya que el ruido que producía por las noches no le dejaba conciliar el sueño. Era extraño, pero hasta la más leve brisa parecía ser capaz de moverla, a pesar de su gran peso y tamaño, y no había noche en que el doctor no escuchara su agudo chirriar.

Cuando hubo terminado con el trabajo, probó abriéndola y cerrándola varias veces, hasta comprobar que definitivamente aquel molesto sonido había sido eliminado. La puerta daba a una escalera, y esta última ascendía varios metros hacia un viejo desván, totalmente en desuso desde que el Dr. Thompson vivía solo.

Alguna vez había vivido con sus padres en esa misma casa, hacía más de cincuenta años. Su infancia había sido muy feliz, hasta que un inesperado accidente acabó con la vida de ellos. Fue cuidado por la hermana de un amigo de sus padres, al que jamás llegó a conocer, aunque le enviaba regalos de vez en cuando. Vivió un tiempo solo durante su adolescencia, hasta que, unos meses después de su vigésimo cumpleaños, se casó con una joven y hermosa damisela del pueblo.

Su vida juntos fue muy bella el escaso tiempo que duró: antes de cumplir cuatro años de casados, ella enfermó muy gravemente y a las pocas semanas falleció.

No habían tenido hijos, y el joven Thompson se había quedado solo una vez más. Terminó su carrera de medicina con el dinero que aún le quedaba de la herencia de sus padres, y desde entonces sólo se había dedicado a ejercerla, intentando hacer el mayor bien posible a la comunidad.

El trabajo estaba concluido: la puerta ya no hacía ruido y se abría y cerraba a la perfección, por lo que el doctor se decidió por fin a quitarse el sombrero y echarse a descansar en su sillón favorito, después de un arduo día de consultorio. Eso justamente estaba a punto de hacer cuando algo le llamó poderosamente la atención. No estaba seguro de lo que había visto, pero le pareció que un extraño reflejo de luz había titilado desde lo alto del desván.

Él no era cobarde ni supersticioso, sino un hombre seguro de sus actos. Ya estaba acostumbrado a la oscura soledad de la casa, y la conocía perfectamente, siendo capaz de recorrerla con los ojos cerrados. Sin embargo, al desván hacía mucho tiempo que no subía. ¿Cuándo había sido la última vez? No podía recordarlo.

Llevado por la curiosidad, tomó su vieja lámpara a combustible y comenzó a ascender los escalones.

Cuando llegó al desván lo recorrió con la mirada ayudado por la escasa luz que provenía de la lámpara, pero no encontró nada en especial. Pensó que aquel titilar habría sido producto de su cansancio, y se dispuso a bajar nuevamente los escalones. Pero, por alguna razón, no podía hacerlo. Algo lo retenía allí arriba.

Dio unos pasos por el lugar, como si estuviera buscando algo, y finalmente se sentó en un viejo y sucio banquito de madera, que había sido fabricado por su padre. A su derecha había un gran baúl, de un verde desteñido por el tiempo. Sin pensar en lo que estaba haciendo, apoyó la lámpara sobre unos libros antiguos, y comenzó a levantar la tapa.

Una nube de polvo gris acompañó al sonido sordo que produjo aquella tapa al ser desplazada del lugar en donde se encontraba desde hacía tantos años. El doctor acercó la lumbre para ver mejor el interior del baúl. Corrió unas telas manchadas por la humedad y observó detenidamente. Allí había diversos objetos: libros amarillentos, una brújula, un reloj de arena, algunas prendas de vestir, y otros tantos artefactos que desconocía totalmente su utilización. Encontró un pequeño estuche de cuero y lo abrió. En su interior había una navaja, en cuyo mango se leían las iniciales de su padre. Abrió algunos de los libros y vio que estaban escritos en otro idioma. Parecía alemán, o ruso. Algunos tenían caracteres y símbolos que jamás había visto. Buscó un poco más y también halló una fotografía, en la que podía verse a un joven vestido de marinero. En el dorso de la misma estaba firmado: “Henry Thompson”. Era su padre.

Siguió revolviendo casi mecánicamente, como si todavía le faltara encontrar algo. Entonces lo halló. Parecía sólo un viejo trozo de tela blanca, pero no tardó en reconocerlo: era el sombrero que llevaba su padre en la fotografía. Lo sostuvo un tiempo en sus manos, resistiendo las fuertes ganas de calzarlo en su cabeza. Cuando estuvo a punto de hacerlo, notó que una de sus costuras interiores estaba abierta. Introdujo como pudo uno de sus grandes dedos en la pequeña abertura y extrajo un papel cuidadosamente doblado. Sorprendido, lo extendió a la luz de la lámpara y vio que en él se encontraba escrita una dirección: Puerto Strawson, Madson St. 948, cabina 4.

Estaba a punto de cerrar el baúl y volver hacia la sala, cuando hubo algo más, una última cosa que le llamó la atención. En una de las esquinas interiores había una piedra extraña, algo amarillenta. La tomó para examinarla mejor y la soltó en el acto, arrojándola como si estuviese hirviendo. Eso no era una piedra, era un hueso. Un hueso humano. Parecía parte de una rótula, pero no quiso averiguarlo. Un fuerte trueno resonó en el aire. Era una de las inoportunas tormentas de verano.

Tomó la lámpara y el papel que contenía aquella dirección y bajó las escaleras algo apurado. Preparó una cena rápida y se fue a acostar, ansioso porque llegue el nuevo día.

Dio muchas vueltas en la cama. La puerta del desván ya no chirriaba, y el sonido de la lluvia era tan monótono que era casi lo mismo no escucharlo. Pero había otra cosa que no lo dejaba dormir. ¿Quién había sido su padre? Él sabía que había sido empleado. No, tenía un negocio, ¿o se trataba de una fábrica? ¿Por qué no podía recordarlo? De lo único que estaba seguro era de que su padre pasaba poco tiempo en su casa. Siempre volvía tarde, y en ocasiones desaparecía por varios días.

Él tenía que averiguar la verdad. Al día siguiente iría a esa dirección.


(Continúa)


[Archivo 2004]

domingo, 17 de agosto de 2008

Estertor


El último soplido del abuelo de Marcos resonó en los pasillos del caserón de Floresta. Su vida se extinguió allí, en la misma casa donde había nacido. Marcos, sintiendo un frío incapaz de curar cualquier frazada (ese frío que cala los huesos) encendió un cigarrillo y se alejó de aquel dormitorio testigo del alba y del crepúsculo de un hombre cansado.

El velorio fue esa misma noche (fría como la muerte misma), en ese mismo cuarto (antes cálido, ahora envuelto en un nauseabundo aroma a flores). La cafetera eléctrica iba dejando sus últimos retoños en aquellas tazas grises (las tazas “gris vida”). Los familiares, lejanos, inoportunos, desconocidos casi, llegaban, lloraban, reían y se iban. Un viejo loco creyó conveniente encender el tocadiscos perteneciente al finado. Un jazz sobrio, triste, enajenado inundó el ambiente, haciendo aún más insoportable el hedor de las flores. No tardaron en apagar la música y echar al anciano.

Tres firmes soldados quedaban en el paquete de Marcos. Tomó uno, quemó su cabeza y fumó lentamente, disfrutando la nada placentera de un humo gris (el humo “gris vida”). Un hombre alto y fornido se le acercó (¿Un tío? ¿Primo? ¿Un acreedor del muerto?) y lo abrazó con fuerza. Falsas lágrimas de cristal cayeron por aquel rostro embigotado, mientras Marcos lo acompañaba con palmadas en la espalda ejecutadas por inercia. Los suaves y gordos senos de la tía Marga fueron los siguientes en aprisionarlo, demostrando una melancolía tal vez auténtica. En cuanto pudo zafar, Marcos se dirigió al patio, de allí al pasillo y finalmente a la vereda. Sentado en la pequeña escalerita de mármol que servía de entrada, se dedicó a la contemplación de las estrellas.

La Cruz del Sur mediaba el firmamento. La noche se reducía a pequeñas manchas blancas sobre un fondo negro. Negro como la muerte, ¿o negro como la vida? No, el nacimiento era blanco como la aurora. La parca, negra como la noche. La vida, una escala de grises compuesta por tantos matices como suerte tuviera uno. La del abuelo podía reducirse a siete u ocho matices. ¿La de él? Con suerte, recién iría por el tercero, mitad del segundo tal vez.

El tren de madrugada sonaba de fondo (¿Sería el primero o el último?). Un perro aullaba, una sirena se apagaba en disminución constante. Marcos miró la Luna: una esfera casi perfecta, aunque no llegaba a llenarse. Maldijo la imperfección de aquella Luna, le molestaba de sobremanera. Selene debía estar completa o morir en el intento. La vida debería estar completa también, pero paradójicamente sólo se completaba con la muerte. Recordó el título de un libro que había leído: La vida de uno lo va dejando a uno sin vida. La conclusión de aquella obra lo había dejado impactado: la vida es un gran acto de suicidio, al vivir nos vamos gastando, nos vamos muriendo de a poco. La muerte no llegaba de golpe y toda entera: se vivía cada día, un poquito más, un poquito más... (más cerca del final). Una perfecta escala de grises. ¿Cuándo llegaría el negro absoluto y definitivo?

Hacía frío ahí afuera. Pero no quería entrar y rodearse de falsos profetas. Él no se dejaba encandilar por Baales y Astartés: lágrimas hipócritas, angustia fingida, intereses ocultos, cordialidad asquerosamente exagerada, abrazos de compromiso, palmadas en la espalada de manos hoy vacías, mañana sosteniendo un fino cuchillo. Volvió a abrir el paquete y se fumó al Cabo Amaya. Orión se iba alejando hacia el Oeste, conforme a la llegada del Escorpión que había causado su muerte. ¿El abuelo estaría en medio de aquellas dos constelaciones? Un escalofrío le corrió por la espalda. ¿Le importaba realmente a él la muerte del abuelo? ¿Le afectaba en algo, cambiaba su vida? No mucho, por no decir nada.

El calor de una mano sobre su hombro lo volvió a la realidad perceptible. Era Belén, su amiga de la infancia. Vecina del abuelo desde que había nacido, lo había querido como si fuera suyo. ¿Cuánto hacía que él no la veía? Ya había dejado de ser la niña que Marcos recordaba. Miró sus ojos grises (los ojos “gris vida”). Ella lo abrazó sin decir palabra. Él imitó el gesto, sintiendo las lágrimas cálidas de aquella joven sobre sus propias mejillas. La bizarra situación parecía que iba a durar para siempre, pero decidido a darle fin la besó. Belén se apartó bruscamente, reflejando en su rostro una mueca de desaprobación. “Sos un desubicado”, dijo y se fue.

Marcos abrió por tercera vez en aquella noche su Cuartel General y allí encontró al último de los soldados, atrincherado en un rincón. Lo fumó con calma. Sin saberlo, había completado un nuevo matiz en su escala de grises.


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Publicado originalmente en la revista Mitin (2005)

lunes, 11 de agosto de 2008

Reflexiones sobre el concepto de garrapatea


Comencé a fumar sólo por estética. La camisita blanca, la barba de tres días: quedaba muy bien el pucho entre mis labios.

Todos pensaban que debía estar rodeado de mujeres, pero la verdad es que hacía mucho que no bailaba acostado. En esos tiempos me masturbaba como un mono, casi hasta el punto de creer en aquel viejo dicho de que nadie se toca mejor que sí mismo.

Revolviendo unos discos de mi viejo encontré uno de jazz que llamó mi atención. No recuerdo la orquesta, pero aquella trompeta sonaba como si el negro mismo en persona estuviera allí partiéndome la boca de un beso. Encendí el cigarro, corrí un mechón de mi frente y disfruté la imagen varonil que me devolvía el espejo.

Ella llegó mucho más tarde a mi vida, cuando ya comenzaba a tener entradas y un pequeño círculo en la coronilla. El negro seguía sonando y yo imitaba sus gestos, manipulando mi instrumento de viento imaginario.

La ventana estaba abierta y junto con la brisa de verano se coló una mirada. Yo surfeaba mis más de treinta septiembres pero ya había abandonado el mal hábito: ahora era un asceta pulcro, con la esperanza estoica de que nada podía estar peor, y de que si lo estuviera, lo soportaría igual.

Ella, una carmelita con tacos, acercaba su nariz por el marco de madera. No sé si fueron mis movimientos, la música latosa o el humo que había aprendido a hacer en círculos, pero algo la atraía de forma irremediable hacia donde yo me encontraba.

No cruzamos palabras. No hizo falta. Su perfume hablaba por ella, y mis manos demostraban la habilidad de sus dedos sobre el aire acartonado. Dos horas después se levantó de mi cama, se puso mi camisa y desapareció mutis por el foro.

No quise mirarla. Dormí el más profundo de los sueños. Desperté desnudo, sin disco, negro ni trompeta. Una nota había en mi pantufla, que con una preciosa pero agarrotada caligrafía expresaba:

“Chau pinela”

Y no es que ahora me ponga melancólico, pero todo galán tiene su flor por quien llorar

sábado, 9 de agosto de 2008

Pasares y pasajes


Ella decía incoherencias, que la luna era de queso, que los pájaros en realidad no vuelan, que el azul no existe. Yo sólo la escuchaba.

Y así, un buen día, me fui dando un portazo de la casa de los doctos. Tomé el 47, me bajé en Plaza y me alquilé una piecita en el Hotel América. El baño era compartido. Qué importaba, mis pies estaban más limpios que mi alma.

Acostado, azorado, acorazado. Me miro en mi zapato y no me reconozco. Salí, con tres Rocas en el bolsillo y algunos otros próceres, buscando algo que comer.

Miraba el sol, el cielito lindo, la gente durmiendo en colchones en la vereda. Yerba fría tirada junto a un árbol. Un perro marcando su territorio.

La avenida se angosta, la calle se hace plaza y la plaza un refugio. Un oasis de cemento donde descansar y comer garrapiñadas. Debía planearlo todo muy bien: el viaje, los bártulos, la huida. La comida y los pocos papeles.

Pero ahora estoy acá, sobre un banco, bajo un árbol, detrás de una estatua.

Cuando pienso en la felicidad, me acuerdo de tus ojos.
Cuando pienso en la paz, pienso en Bolivia.
Cuando digo armonía me veo aquí, o allá.
Y cuando pienso en amor, pienso en vos.

Todas las esdrújulas riman en el corazón

lunes, 4 de agosto de 2008

Arenaidas


Tierra roja, arena y arenillas. Viajes de ventanillas calientes y noches frías. Oscuridad de cielo, estrellas de leche más grandes y lejanas.
- ¿Qué decís, Raúl?
Bailo en la intemperie de tus ojos. Dudo de la gramática y la ortografía. Simulo conocer lo que suelo ignorar.
- Ah, puro juego de palabras…
Danzas nocturnas con zorros hambrientos. Avatares técnicos de voluptuosas vicisitudes. Azúcar, pimienta y sal.
- ¿Cantás ahora?
No sabés cuánto te extraño. Extraño. Sí, eso somos: dos extraños pululando a la distancia. Copulando en el abrigo. Apareando ideas que confluyen en recuerdos y deseos.
- ¿Extraños? ¡Si nos conocemos desde la secundaria! Y a vos no te toco ni con un palito…
Búsqueda de placer, búsqueda de arrabales, paseos matutinos de café con leche. Atrás quedaron los trenes, adelante las mochilas. El mate arde en la lengua y la lengua calla. Mejor así, no hay nada más que hablar.
- Uy, te pegó fuerte el sol, hermano.
Arenaidas de dulce color. Dulces de plantas inexistentes. Corazones de adobe, lagunas, y cenit que sonríe.
- Cuidado, no caigas en los lugares comunes.
Lugares, sitios, espacios absolutos y relativos. Tiempo que pasa y no existe. Tiempo que cura o entierra. Caminos que no van ninguna parte, si siempre te llevo conmigo.
- Che, ya está el agua.
- Perfecto, echá los fideos.