viernes, 21 de septiembre de 2012

Hipersensibilidad


Hay momentos, días, en los que sentís algo extraño en la piel. El corazón se ensancha, se diluye, se infla, no entra en el pecho. Una extraña sensación recorre el cuerpo, haciéndote sentir incluso la ropa que llevás puesta. El aire huele diferente y hasta el peso de una pluma te hace ladear la cabeza. Las nubes, una discusión, un malentendido sutil o el retraso de algo tan esperado pueden ser causas de tales particularidades. Días de hipersensibilidad. Días en los que te preguntas si no habría sido mejor seguir durmiendo. Días en los que comprás por dos segundos el viejo sueño hippie de dejar todo y viajar. Hay algo malo en esos días. Una sensación rara, una susceptibilidad extrema que te lleva a cuestionarte tonterías o incluso a llegar al extremo narcisista de imaginar tu propio velorio. Sin embargo, en esos momentos donde tomás conciencia de que algún día todo se va a terminar, es cuando más te aferrás a la vida. Luego, las lágrimas mariconas que siempre afloran cuando meditás en este tipo de nimiedades emocionales devienen una muestra de felicidad. Te acordás de la familia, los amigos, el amor de tu vida, y no te importa cuántos de tus proyectos se cumplieron ni cuántos quedaron en el camino. El deseo se vuelve presente y realizado. Porque el deseo es simplemente estar vivo. Los sentidos se hipersensibilizan, y cada instante se transpira, cruda señal de vida. Y comprendés la relación entre calor-vida-movimiento. Entonces, ya está, ¿qué importan los misterios divinos, el antes y el después, lo eterno y trascendente? El aquí y ahora te dice que estás vivo. La vida puede ser un fósforo o una vela, un hogar o una hoguera, una chipa o una estrella. Pero mientras ese fuego brille, habrá vida. Y eso no es poco.

martes, 26 de junio de 2012

Vida



La vida es una abstracción que sólo se resuelve en instantes concretos. Y cada instante conlleva una decisión, porque incluso quedarse sin hacer nada es decidir hacer eso. Entonces, no existe la vida como no existe la línea sin los puntos, la trayectoria sin los tramos, los caminos sin los pasos. Y en cada paso, si no queremos quedarnos estáticos en una situación de Buridán  (aunque incluso eso sería una elección, morirnos de hambre), tenemos que elegir. Así, la vida, ese todo como ficción límite y necesaria para darle sentido a las partes, tiene cada ladrillo propio en cada decisión. Y los ladrillos construyen, y las i griegas se expanden en bifurcaciones que van más allá del sí y el no de la lógica bivalente. Cada día es el pilar sobre el que se va a apoyar el siguiente. Cada aliento es el escalón que sirve de apoyo al siguiente, cada acción conlleva una reacción y un contacto con el otro. Y sin el otro, no hay vida que valga la pena ser vivida. Cada momento es ontológicamente único, pero sería bueno vivirlo de tal manera como si uno deseara que se repitiera eternamente. El sentimiento de responsabilidad es inevitable ante la toma de conciencia de esta máxima. Mas la máxima felicidad debe ser el objetivo de cada uno de nuestros pasos, de nuestros ladrillos, de nuestros alientos. Por tanto, lo recomendable es hacer siempre lo que uno tenga ganas de hacer. Lo que uno sienta que contribuya a su felicidad, ese ideal que como el horizonte se corre a cada paso pero nos hace caminar. Ese sol que no nos quema pero nos ilumina el camino. Preguntarse si uno está haciendo lo que desea es un buen comienzo, reconocer que no lo está haciendo es un primer paso hacia el cambio. Saber que se está donde se quiere estar, eso es la felicidad. Aquí, ahora, con los otros que elegimos, en las circunstancias deseadas, con recuerdos y proyectos, instantes intensos de alegrías y tristezas pero siempre dentro del marco de lo que uno quiere hacer de su vida. Placer, honores, vida práctica o contemplativa, no hay una regla establecida más que la que dicta el corazón, y el estómago, que es el primero en darse cuenta cuando algo no encaja, es el detector del malestar a eliminar. Sin líderes, sin rebaños, sin leyes, castigos ni recompensas más que las que la propia conciencia da, la piel, los sentidos, uno siempre sabe sin necesidad de jueces ni policías lo que está bien y lo que está mal. Errar es humano pero de los errores se aprende, y el ser humano es tan falible como perfectible. Sólo hay que estar donde uno quiere estar.

miércoles, 2 de mayo de 2012

El abismo



Comprendo que el perseguidor se transformó en perseguido cuando noto que me encuentro entre dos fuegos: frente a mí, mi enemigo; por detrás, el abismo. Doy un paso en falso y mi cuerpo se tambalea. Él comienza con su discurso:

“¿Te das cuenta? Eso por lo que tanto luchamos cada día puede acabarse en cualquier instante. Todos tus planes de años pueden desvanecerse en un segundo. La vida humana, ah, qué fragilidad… Qué ensueño de torpe poeta intentó buscarle sentido alguna vez. Qué necesidad contingente la de crear la angustia existencial… el amor, el deseo, la felicidad, motivos vanos, simples etiquetas demasiado humanas que fingen la comedia del significado… ¿Pero por qué, la vida, algo tan natural, tendría que tener alguno? ¿Es que no se han dado cuenta, meros mortales, de que la digestión forma parte de la naturaleza mientras que el significado es asunto del lenguaje? Buscá un ente natural, aquel árbol, por ejemplo. ¿Sabe el árbol que es árbol? ¿Conoce el origen de su especie, el destino de su progenie, el sentido de su florecer? La flor no se pregunta acerca del porqué de sus pétalos, simplemente es. El hombre, por el contrario… Mirá este puente, por ejemplo. El puente es un signo pero porque el hombre lo hace signo. El puente es señal de la civilización, del paso del hombre. Fue proyectado, tiene un objetivo. Estos dos trozos de tierra, separados por un abismo, ¿se cuestionaban algo acerca de su condición? No. Ni siquiera estaban separados. Eran tierra y punto. Pero entonces llega el hombre con sus proyectos y crea una necesidad y un significado. El puente marca un antes y un después en estos dos trozos de tierra: a partir del puente sabemos que antes estaban separados y que ahora están unidos… Mas el puente puede romperse y el hombre puede morir, y todo lo que costó siglos en construirse desparecer en un santiamén, y la vida del hombre, de un hombre (la tuya, por ejemplo, mi estimado amigo) esfumarse así de repente. Todos los proyectos quedar truncos, las alas cortadas, corto o largo plazo es lo mismo cuando el resultado final es la nada. Ahora bien, la vida a veces también ofrece opciones…”.

Miro hacia atrás, la distancia es enorme, jamás lo lograría. El viento corre fuerte, despeinándome. Resbalo, logro sujetarme en el último respiro. Me sostengo con una mano.

“En este momento puedo extender mi brazo y traerte conmigo hacia el lado seguro. O puedo estirarlo de modo contrario y empujarte al abismo. Vos, claro está, también tenés opciones: podés aceptar mi ayuda o intentar luchar. Sea como sea, tu vida, la vigencia de tus planes, tu desayuno de mañana, dependen de mí… ¿Qué haremos”.

Me balanceo, siento el tiempo como nunca antes: cada segundo es un una gota fría que corre por mi frente. Observo su sonrisa, su ansia de poder. Me extiende la mano, va a salvarme. Comprendo que ha llegado mi momento de hablar:

“Te equivocás, mi destino no depende de vos. Siempre es posible elegir. Hágase mi voluntad…”.

Suelto mi mano y me dejo caer.

jueves, 19 de abril de 2012

Jaulas abiertas para mentes vacías



Durante la primera mitad del siglo XX y con las guerras mundiales y las dictaduras europeas a flor de piel, los escritores interesados en su tiempo han imaginado futuros terribles donde gobiernos crueles esclavizan y convierten a los seres humanos en autómatas que realizan tareas por ignorancia o por temor. 1984 (Orwell, 1948), Un mundo feliz (Huxley, 1932) y Farenheit 451 (Bradbury, 1953), profetizan sociedades donde el miedo o la diferencia de clases rige sobre la vida de seres grises sin proyectos ni deseos ni posibilidades de cambio. Sin embargo hoy, a comienzos del siglo XXI, no hicieron falta medidas tan drásticas para que se cumplieran tales vaticinios.

1984 presenta una sociedad esclavizante donde los ciudadanos temen constantemente a una guerra inventada y deben recurrir al mercado negro para conseguir comida buena o placeres tales como el chocolate o el café. Hoy en día, sin dictaduras de por medio, somos libres de comprar lo que queramos, siempre y cuando nos alcance el sueldo. En Un mundo feliz se regala soma, una droga que mantiene a la gente sin pensar en sus problemas ni en cómo solucionarlos. En nuestro país, esa droga bien podría ser el consumismo, las redes sociales o los medios de comunicación y sus programas tan entretenidos como improductivos. Bradbury imaginó un mundo en donde los libros eran quemados para que la gente no lea, y por lo tanto no piense. Hoy no hace falta incendiar el papel: los libros están ahí, pero los quemados son los cerebros.

Casi cien años después de tan terribles pronósticos, los medios fueron diferentes pero el fin resultó ser el mismo: la especie humana evolucionó al darse cuente de que no era necesaria la violencia para imponerse ni la esclavitud para lograr la ignorancia. Por el contrario: la acción provoca la reacción, y si hay algo que los gobiernos no quieren, es que la gente reaccione. Entonces la solución viene dada por el fácil acceso a aquellos lujos que reemplazan a las cosas esenciales: estar siempre comunicado para no pensar, expresar todo de modo instantáneo sin meditarlo previamente, consumir, tirar lo viejo y comprar lo nuevo, donde “arreglar” es un verbo que ya ha perdido significado, además de requerir esfuerzo físico y mental. El dominio, la esclavitud, la ignorancia, el desgano, la falta de ideales no se ganaron a base de imponer modos de pensar, sino de eliminar por completo el pensamiento. Los jóvenes ya no le tienen miedo a la política: directamente no les interesa. El cerebro no se mató con balas, sino con imágenes. Ya nadie va preso o desaparece por hablar, porque no saben expresarse. Una idea no puede costarle la vida a nadie, porque no hay ideas, ni hay vidas

Queridos profetas del siglo XX: ustedes tenían razón, la vida se volvió gris y sin sentido. Lástima que ya nadie lea sus obras. Hoy las jaulas están abiertas, el problema es que ya no quedan deseos de volar.

martes, 28 de febrero de 2012

Mi primer amor


Hay veces en que la sucesión ordinal valorativa no coincide con la temporal. Así como en un silogismo uno afirma que la conclusión se da “después” de las premisas, sólo por defecto, aunque la relación lógica es simultánea, así también la vida nos da primeros y segundos meramente temporales, que no se corresponden con lo que realmente sentimos. Baste esta breve introducción para aclarar por qué al siguiente relato le cabe el sayo de “primer amor”.

Las transiciones diarias que se suceden en esta seguidilla de acciones y pasiones que llamamos vida son tan densas y continuas que uno no nota el cambio hasta recién después de haber pasado una considerable cantidad de tiempo. Sólo en ese instante no identificable uno puede detenerse y mirar hacia atrás. El parangón con épocas remotas llevan a la conciencia las ideas de distancia y de cambio. Mas, el carácter gradual del mismo hace que uno no pueda reconocer con exactitud cuándo dejó de ser el que era y cuándo comenzó a ser el que es.

No obstante, existen también ciertos momentos axiales en nuestro currículum vitae que permiten, cual bisagra, abrir la puerta al cambio discreto, provocando como un bastón moisesiano la clara división de las aguas entre un antes y un después. Eso fue lo que sentí cuando la conocí a Ella.

Ella no fue mi primer beso, si así se llama al primer contacto entre los labios propios y los ajenos; ella no fue mi primera vez, si por esta acción se entiende el mero hecho de unas sábanas culpables o de un hombre reclamando con justicia que comiencen a llamarlo hombre; no fue mi primer amor, si eso comprende tan sólo el comienzo de la efervescencia adolescente, el despego de la música como único sentido de la vida y la ruptura objetual con la madre. Ella fue todo eso y más, si “primero” se concibe en su sentido valorativo, donde el tiempo y la sucesión son quimeras sin significado dentro del campo de lo eterno.

Para siempre. Eso fue lo que pensé desde la primera vez que la vi, cuando nuestras miradas se cruzaron justo después de nuestras manos que por ese entonces portaban guantes blancos, fruto de una broma-excusa que no viene al caso. Para siempre, dijeron mis labios que no podían hablar porque estaban jugando con los suyos mientras las canciones se sucedían como agujas que marcan un segundo eterno. Para siempre, deseó mi corazón, sobreviviente de otras guerras sin sentido que hallaban al fin su verdadero bálsamo. Entonces, sin soltar sus dedos níveos caminamos a la par y nos dejamos ser sobre un sillón de cuero, blanco.

Cada una de sus palabras se correspondían con las mías como suaves pies que, apenas apoyados sobres los pedales de una bicicleta, comenzaban una marcha amena, franca y cada vez más empinada. Y nos dejamos llevar, libremente por sonrisas que avanzaban devenidas canciones y un amor que ya se atrevía a ser tal aunque la Luna no se había movido demasiado aún en su trayectoria nocturna.

A veces, ni siquiera el tiempo es necesario, cuando los arquetipos convergen, por azar o por destino, y se manifiestan en dos almas que desean ser una. Así, las mariposas, las nubes de algodón y el cielorraso teñido de rosa terminan por ensalzar aquello que no precisa cursilerías, por ser puro, auténtico, único.

La Tierra está a punto de dar una vuelta completa al Sol desde aquel día en que nuestros caminos se cruzaron. Mas la sensación sigue intacta, creciendo, alimentándose de deseos, proyectos, pequeñas pruebas, algunas ya realizadas, otras por hacerse. Y sus ojos mantienen la frescura de la primera noche, sus mejillas la inocencia, su cuerpo la pasión y su boca los suspiros que jamás dejan de unirse con los míos. La felicidad, búsqueda incansable de algunos y descanso resignado de otros, hoy se resume en levantar la mirada y comprobar que Ella sigue a mi lado.

Dicen que no hay tiempo para los dioses y quién sino Eros para ser causa y testigo de aquello que perdurará para siempre, y después también. Mi corazón, mi mente y mis cinco sentidos concuerdan y confirman con cada latido que ella fue, es y será mi primer amor.

lunes, 13 de febrero de 2012

Sinsentidos



El universo está compuesto de cosas visibles, audibles, entidades capaces de ser tocadas, olfateadas, probadas. Así es como captamos la realidad: a través de nuestros sentidos. Sin embargo, ¿no será al revés la cosa? Tal vez el mundo no esté hecho sólo de cosas que podemos captar con estos sentidos, sino que esos sean los únicos sentidos que tenemos para captarlo.

Un ciego de nacimiento tiene una imagen mental del mundo completamente diferente de la que se forman los videntes. Si la naturaleza estuviera poblada en su totalidad por personas ciegas, a nadie se le ocurriría postular la propiedad de ser visibles que tienen las cosas, ya que sería algo inconcebible. Si el mundo estuviera compuesto de sordos, nadie podría imaginar un sonido. Entonces, ¿cómo sabemos que no hay más propiedades en las cosas, que no podemos captar por carecer de algún sentido?

Limitamos nuestra concepción de la realidad a lo que podemos conocer, y así cometemos la falacia epistémica: si no lo conocemos, no existe. Algunos pensarán que no tiene sentido preguntarse sobre cómo es el mundo en sí, independientemente del conocimiento humano. Yo me inclino más a pensar que hay un mundo real, exterior, que no depende de que lo captemos o no. Ahora bien, ¿cómo es ese mundo? Sólo podemos conocerlo con las herramientas de las que disponemos, es decir, nuestros cinco sentidos.

Los que saben, prefieren hablar de dimensiones: para una figura dibujada en un papel, por ejemplo, de ser consciente no podría concebir más que dos dimensiones. Para nosotros, seres tres tridimensionales (o cuatri, si contamos al tiempo), en difícil comprender la idea de una quinta dimensión, donde transcurran otras cosas, ahora mismo, pero que escapen a nuestras maneras de concebir y captar al mundo.

Quizás no haya más que esto, y seamos, por azar o por diseño inteligente (armonía preestablecida, dirán otros), capaces de tener acceso a la realidad tal cual es.

No obstante, si existe algo más, no podemos saberlo.

martes, 10 de enero de 2012

Calor



Calor de calles de cemento y brea, calor que quema la arena, calor de subte, vapor de alcantarilla, calor de ciudad que no respira. Calor de húmedas noches, calor de soles muertos, plantas quebradas, palos secos. Calor de voces que gritan, calor de tierra, calor de hambre, calor de siesta. Calor de niños perdidos, calor de animales sueltos, calor comprado, calor barato, calor de enamorado. Calor de canciones, calor de vino y empanadas, calor que sube hasta la cabeza, calor que baja hasta tu sonrisa. Calor de madre, calor de abuela, calor de bebés, calor de piel, suave, tersa. Calor de barba y pelos, calor de lana, calor de manos transpiradas. Calor de trabajo, calor de esfuerzo, calor de brazos cansados, calor de cerebros sin reflejos. Calor que cansa, calor que apaga, calor que derrite, calor que mata.

lunes, 2 de enero de 2012

Conciencia de estar vivo



Ella me devuelve al estado de la conciencia. Cualquier observador de la escena diría que ella me despierta, pero yo lo siento así: me devuelve al estado de la conciencia. Entonces comprendo que todos los dualistas de algún modo tenían razón: hay dos mundos. Hay dos realidades, inteligible y sensible, decía Platón; pensamiento y extensión, prefería Descartes. Pero hay otro más básico, que experimento en este mismo instante: conciencia-inconsciencia. Cuando duermo entro en el mundo de lo inconsciente, no siento, no capto, no controlo, como si estuviera muerto. Ella me toca, me acaricia el pelo, me habla dulcemente al oído y yo vuelvo al mundo de la conciencia. Me siento en la cama, miro, oigo, huelo, saboreo el mate-de-amor que me alcanza, y “despierto”. Vuelvo al mundo de la conciencia. Cada día, me voy y vuelvo. ¿Cuál fue primero? ¿Cuál será el final? Desde ahora me es imposible dejar de sentir el traspaso, es como prenderme y apagarme, entrar y salir. Salgamos. Ella me propone ir a la playa y allá vamos. Una vez en la arena, me siento y pienso. Miro el mar, porque el mar siempre me hace pensar, y no es que yo deje alguna vez de pensar, claro (salvo, tal vez, en el mundo de la inconsciencia), pero quiero decir que el mar me hace pensar, así, en cursiva. Veo el horizonte y el vasto mar como un límite, una línea natural que me dice “hasta acá llegaste, no va más”. No se puede pasar el mar, se termina la tierra acá, caminá todo lo que quieras pero de acá no pasás. Entonces pienso en los viajes (porque viajar es otra de las cosas que me hace pensar, es decir, pensar) y en la paradoja del traslado. En la cotidianeidad que uno establece en su vida, con sus costumbres y cafés con leches, manías y descansos, escapes y lecturas. Y me viene a la mente el concepto de escape, de salida, de viaje. Pero, ¿escapar de qué? Si cuando uno viaja, siempre llega. Y cuando uno llega se vuelve a instalar, vuelve a reproducir las manías, las costumbres y descansos. Las comidas, las necesidades básicas y los momentos divertidos. Entonces, uno se traslada de un punto hacia otro para volver a establecer una rutina. Y a veces se escapa y vuelve (¿A dónde vuelve?) y otras se va y no vuelve (¿A dónde debería volver?). Si la repetición se hace siempre presente, si A es igual a B, ¿para qué viajar desde A hacia B? Y entonces, mientras digo la pregunta, eurekeo la respuesta: para eso mismo, para viajar. Lo que vale no es ni el punto de partida ni el de llegada, sino el viaje. El sentido de cambiar es el cambio mismo, después, cada estación es igual a la otra, porque somos animales de costumbres y solemos adorar siempre a los mismos dioses. Lo importante, siempre, es moverse. Moverse es señal de que estamos vivos.