La ética consiste en un intento sistemático de
determinar reglas generales de todo accionar humano, o al menos del accionar consciente.
La moral, por otra parte, es menos general y está más relacionada a las costumbres.
Así, lo que es visto moralmente correcto por determinada sociedad o época puede
no serlo por otra. Pero los valores éticos, si existen, deben ser universales.
“¿Qué es el bien?” “¿Cómo debemos actuar
correctamente?” “¿Cuál es el camino a la felicidad o al bienestar?” Son
preguntas a las que intenta dar respuesta la indagación ética. Ya Sócrates, en
el siglo V antes de Cristo, afirmaba, quizás con demasiado optimismo o
ingenuidad, que quien conoce el bien no puede actuar mal. No deja de ser
razonable su postura: si sé lo que
está bien, ¿por qué actuaría de otro modo? Mas, la consigna requiere saber
antes de actuar, y ahí es donde queda abierta la brecha para las diferencias.
Porque, ¿quién conoce lo que es el bien?
Desde comienzos de nuestra existencia hemos
necesitado siempre una norma que nos indique cuál es el camino a seguir, aunque
más no sea para rebelarnos contra el mismo. Distintos avatares fue vistiendo
esa norma, desde trascendentes como la idea de Bien platónica o los Diez
mandamientos judeo-cristianos, hasta el desarrollo de éticas más empíricas como
el hedonismo de Epicuro o el más reciente utilitarismo de John Stuart Mill. Sin
embargo, en el ocaso de la modernidad, ese fundamento metafísico, religioso o racional
ha sido destruido con el martillo de la lapidaria frase nietzscheana: “Dios ha
muerto”.
Ahora bien, la caída de una norma externa que
nos indique qué está bien y qué está mal no fue tomada de buen grado por los primeros
posmodernos, desatando un pesimismo decadente que, al no tener una guía de
acción, negó el sentido mismo de la vida. Sin embargo, el existencialismo bien
entendido nos muestra que la caída del fundamento ético no es una condena sino
más bien una bendición, ya que nos quita el velo de los ojos para que podamos
exclamar: “somos libres”.
Nietzsche, al negar la existencia de valores
universales sagrados e intocables no abrió las puertas al anarquismo, sino que
dejó en claro que después de destruir hay que construir, pero que no se puede
comenzar con lo nuevo si primero no se ha derribado lo viejo. Entonces, si no
hay reglas trascendentes ni eternas, debemos confeccionar nuestras propias
normas, terrenales, flexibles, adaptables a cada época, cuyo pilar fundamental
será siempre seguir el camino de lo vital, es decir, lo que favorece a la vida
y nos hace superarnos a nosotros mismos.
Luego, de la mano de Jean Paul Sartre, debemos
reconocer que, al no haber una regla ajena que nos subyugue, “estamos
condenados a ser libres”. Lo que yo decida hacer depende de mí y de nadie más,
por lo que no es lícito actuar de mala fe poniendo excusas que le echen la culpa
de mi accionar a mi historia, mi situación actual o a cierto tipo de obediencia
debida. Somos libres, cada acción nuestra depende de nuestras elecciones y por
eso mismo somos responsables de lo que hacemos. Hacerse cargo de nuestros
propios actos es quizás la mejor manera de comenzar a comunicarnos. Y aprender
a comunicarnos es una condición necesaria para consensuar cuál es el modo en el
que deseamos vivir.
Lo que esta reflexión me lleva a concluir es
que todos, sin importar nuestra posición económica, política, social o
religiosa, somos responsables del tipo de sociedad que queremos formar y de la
calidad de vida que deseamos tener. Y la premisa más básica a seguir ya nos fue
dada desde hace dos mil años: hay que actuar con el ejemplo.
Quienes nos dedicamos a la docencia, en el
nivel que sea, tenemos en nuestras manos un arma mucho más poderosa que cualquier
espada de la justicia (que, por otra parte, siempre llega tarde): la educación.
No obstante, la buena educación trasciende las fronteras institucionales y, al
igual que la caridad bien entendida, comienza por casa.
El bien, desde mi punto de vista, es una
construcción humana. Y si bien el errar parece ser un atributo esencial de nuestra
especie, también debería serlo el aprender de nuestros errores. Cada uno de
nosotros tiene en sí la libertad y la responsabilidad de construir un mundo
mejor.