viernes, 10 de mayo de 2013

Reflexiones ético-morales


La ética consiste en un intento sistemático de determinar reglas generales de todo accionar humano, o al menos del accionar consciente. La moral, por otra parte, es menos general y está más relacionada a las costumbres. Así, lo que es visto moralmente correcto por determinada sociedad o época puede no serlo por otra. Pero los valores éticos, si existen, deben ser universales.

“¿Qué es el bien?” “¿Cómo debemos actuar correctamente?” “¿Cuál es el camino a la felicidad o al bienestar?” Son preguntas a las que intenta dar respuesta la indagación ética. Ya Sócrates, en el siglo V antes de Cristo, afirmaba, quizás con demasiado optimismo o ingenuidad, que quien conoce el bien no puede actuar mal. No deja de ser razonable su postura: si lo que está bien, ¿por qué actuaría de otro modo? Mas, la consigna requiere saber antes de actuar, y ahí es donde queda abierta la brecha para las diferencias. Porque, ¿quién conoce lo que es el bien?

Desde comienzos de nuestra existencia hemos necesitado siempre una norma que nos indique cuál es el camino a seguir, aunque más no sea para rebelarnos contra el mismo. Distintos avatares fue vistiendo esa norma, desde trascendentes como la idea de Bien platónica o los Diez mandamientos judeo-cristianos, hasta el desarrollo de éticas más empíricas como el hedonismo de Epicuro o el más reciente utilitarismo de John Stuart Mill. Sin embargo, en el ocaso de la modernidad, ese fundamento metafísico, religioso o racional ha sido destruido con el martillo de la lapidaria frase nietzscheana: “Dios ha muerto”.

Ahora bien, la caída de una norma externa que nos indique qué está bien y qué está mal no fue tomada de buen grado por los primeros posmodernos, desatando un pesimismo decadente que, al no tener una guía de acción, negó el sentido mismo de la vida. Sin embargo, el existencialismo bien entendido nos muestra que la caída del fundamento ético no es una condena sino más bien una bendición, ya que nos quita el velo de los ojos para que podamos exclamar: “somos libres”.

Nietzsche, al negar la existencia de valores universales sagrados e intocables no abrió las puertas al anarquismo, sino que dejó en claro que después de destruir hay que construir, pero que no se puede comenzar con lo nuevo si primero no se ha derribado lo viejo. Entonces, si no hay reglas trascendentes ni eternas, debemos confeccionar nuestras propias normas, terrenales, flexibles, adaptables a cada época, cuyo pilar fundamental será siempre seguir el camino de lo vital, es decir, lo que favorece a la vida y nos hace superarnos a nosotros mismos.

Luego, de la mano de Jean Paul Sartre, debemos reconocer que, al no haber una regla ajena que nos subyugue, “estamos condenados a ser libres”. Lo que yo decida hacer depende de mí y de nadie más, por lo que no es lícito actuar de mala fe poniendo excusas que le echen la culpa de mi accionar a mi historia, mi situación actual o a cierto tipo de obediencia debida. Somos libres, cada acción nuestra depende de nuestras elecciones y por eso mismo somos responsables de lo que hacemos. Hacerse cargo de nuestros propios actos es quizás la mejor manera de comenzar a comunicarnos. Y aprender a comunicarnos es una condición necesaria para consensuar cuál es el modo en el que deseamos vivir.

Lo que esta reflexión me lleva a concluir es que todos, sin importar nuestra posición económica, política, social o religiosa, somos responsables del tipo de sociedad que queremos formar y de la calidad de vida que deseamos tener. Y la premisa más básica a seguir ya nos fue dada desde hace dos mil años: hay que actuar con el ejemplo.

Quienes nos dedicamos a la docencia, en el nivel que sea, tenemos en nuestras manos un arma mucho más poderosa que cualquier espada de la justicia (que, por otra parte, siempre llega tarde): la educación. No obstante, la buena educación trasciende las fronteras institucionales y, al igual que la caridad bien entendida, comienza por casa.

El bien, desde mi punto de vista, es una construcción humana. Y si bien el errar parece ser un atributo esencial de nuestra especie, también debería serlo el aprender de nuestros errores. Cada uno de nosotros tiene en sí la libertad y la responsabilidad de construir un mundo mejor.