sábado, 31 de mayo de 2008

Dados

El día anterior a la Creación, Dios jugaba a los dados. De pronto sintió que una serpiente se arrastraba cerca de sus pies:
- Hola Lucifer, tanto tiempo… ¿Qué contás de nuevo?
El animal se irguió y contestó, arrastrando las palabras:
- ¡Oh Señor, mi Señor! Acá estoy, soportando mi condena… ¿Usted qué hace, oh Todoperoso?
- Intento entretenerme con algo, la verdad es que la Eternidad me está aburriendo…
- Su Altísimo, si me lo permite, quisiera hacerle una sugerencia…
- Habla, Lucifer.
- Estaba pensando, ¿no le aburrirá a mi Señor contemplar siempre lo mismo? Entonces se me ocurrió, ¿por qué no ofrecerle crear algo nuevo?
- Mmmm… -Dios removió sus barbas- ¿Crear algo nuevo? Podría ser una buena idea…
- ¡Claro que sí, Omnipresente! Y si Usted me lo permite, yo…
- No, Lucifer, vos no vas a hacer nada. Ya fue suficiente con la última rebelión que causaste.
- ¡Por favor, oh Sagrado! Deme otra oportunidad… Ya sé: apostemos. Juguemos a los dados, y el que gane será el Creador.
Dios sonrió con un gesto paternal:
- Pedís demasiado, hijo Mío. De acuerdo, aceptaré tu oferta, sólo para aplacar semejante hastío. Tomá, tirá vos primero.
La serpiente se corporizó, deviniendo el más bello de los ángeles. Lucifer tomó el cubilete y arrojó los dados:
- Tres y tres: ¡Seis! Bueno, no está tan mal.
A continuación Dios hizo lo suyo:
- Tres y cuatro: siete. Yo gano.
- ¡Felicitaciones, Altísimo! ¿Qué va a crear?
- Bueno, no lo tenía pensado… Ya sé: haré alguien a mi imagen y semejanza.
Entonces Dios creó al Hombre.
- ¡Excelente idea, mi Señor! Pero, digo yo, no es bueno que el Hombre esté solo… ¿Podría darme la revancha?
- ¿La revancha? De acuerdo, esto es lo más entretenido que hecho en Eternidades.
Lucifer tomó los dados y volvió a tirar:
- Cuatro y cinco: ¡Nueve! Parece que ahora la suerte está conmigo.
Moviendo un dedo, Dios hizo batir los dados en el aire y los dejó caer libremente.
- Cinco y cinco: diez. Volví a ganar. Sin embargo no te aflijas, voy a seguir tu consejo: no dejaré solo al Hombre.
Y Dios creó a la Mujer.
- Su Sabiduría no deja de sorprenderme, Señor de Señores. Pero quisiera pedirle una última oportunidad, por favor. Hagámoslo a todo o nada: si yo pierdo, me retiraré a los Abismos Infernales para siempre. Pero si yo gano… Bueno, tendré mi parte en la Creación.
- ¡Vaya que sos obstinado, Lucifer! Sin embargo me divertís. Está bien, te daré tu oportunidad. La última. Esta vez tiraré Yo primero.
Con un leve soplido, Dios hizo que los dados volaran por los aires. Luego cayeron sobre uno de sus vértices, y dieron mil vueltas. Finalmente se detuvieron.
- Seis y cinco: once. Vas a tener que superar eso…
Lucifer introdujo ambos dados en el cubilete, los batió, y los arrojó a la vieja usanza.
Contra su naturaleza cúbica, giraron lentamente sobre el Altar hasta detenerse.
- ¡Seis y seis! ¡He ganado, mi Señor, he ganado!
- Debo reconocer que hasta a mí me has sorprendido, si eso fuera posible. Muy bien, Lucifer, mantengo mi Palabra: tenés ante tus ojos al Hombre y a la Mujer, mis creaciones. Ahora vos podés crear lo que quieras.
Entonces el Diablo creó el Amor.
[Archivo 2005]

sábado, 24 de mayo de 2008

Devenir

Ruidos, sacudidas. ¿Dónde estoy? Nadie responde. Más ruidos. Estoy desnudo y tengo frío. Oscuridad. Algunos flashes iluminan brevemente la escena. Consigo un trozo de tela, me envuelvo rápidamente. Me siento sucio y solo.

Avanzo por lo que parece ser un túnel, pero en movimiento. Un nuevo flash me permite divisar mejor el lugar. Hay asientos, rotos; caños paralelos y perpendiculares y algunas sogas de donde colgarse. No estoy solo.

¿Dónde de estoy? ¿Por qué estoy acá? Mis gritos se unen a los de los demás. Al parecer todos nos preguntamos lo mismo. Me duele la cabeza. Recuerdo un estado de paz anterior, un estado sin recuerdos. Y de pronto el frío, la oscuridad y los gritos.

¿Dónde estoy? ¿Por qué? ¿Quién soy?

El tren se detiene y bajan algunas personas. Me apresuro hacia la puerta, pero una mano se posa en mi hombro desde atrás y afirma toscamente: “aún no, no es tu turno”. Sin más explicaciones, la puerta se cierra y el hombre desaparece.

Camino esquivando personas que lloran tiradas en los rincones. Otros ríen como locos, mientras que algunos sólo se quedan sentados, observando la nada.

Veo un sujeto que, desesperado, intenta escapar por una de las ventanillas. Al parecer lo logra. Pero cuando me asomo mirar por ella, sólo veo un vacío infinito. ¿Será esa la única salida?

El tren vuelve a detenerse. Bajan personas con ojos grises. Suben otras, al parecer más rosadas, pero con la misma mirada de desconcierto. Apenas miro hacia la puerta, el guarda me hace un gesto negativo con su dedo índice de la mano izquierda. Se reanuda la marcha.

Me cambio de vagón. Sólo encuentro angustia, gritos, llantos y desesperación. Al parecer nadie sabe por qué está aquí, ni cuándo podrá salir. Sólo hay que esperar su turno.

Un sujeto llama mi atención: sentado con las piernas cruzadas, parece estar meditando, ajeno al clima de tensión constante del ambiente. Me acerco para conversar: “¿Por qué estamos acá?”, “¿qué tenemos qué hacer?”, “¿cuándo nos vamos a ir?”. El viejo sonríe, y contesta: “eso lo tenés que descubrir vos”. El tren se detiene nuevamente. El anciano se levanta y camina serenamente hacia la puerta. Pero al descubrir que el guarda no lo deja bajar, se desespera, y se arroja al vacío justo cuando el transporte retomaba el movimiento.

¿Por qué estoy acá? ¿Qué tengo que hacer? ¿Cuándo me voy a ir?

Yo no elegí subir. Yo no elegí viajar. Yo no elegí vivir.

sábado, 17 de mayo de 2008

Rigor Mortis

Él está muerto. O al menos eso piensa su observador. El testigo, mudo de asombro, terror, asco o hastío, no dice nada. Sólo un cuerpo, o dos. Uno vivo, el otro muerto.

La mesa fría indica la posición correcta: los dedos rígidos, los brazos caídos, el izquierdo colgando. El dedo pulgar del pie derecho está casado: una aureola lo rodea, como una mortaja nominal. Papel, tinta: Aurelio Céspedes.

El vivo revisa instrumentos de metal sobre una mesita. Bisturí, tijeras, pinzas. “¿Qué es la vida?”, se pregunta. “¿Un frenesí, un girasol, un sube y baja?”. Formula incoherencias y corta. O al menos intenta cortar: carne dura, piel fría, hoja desafilada. Maldice. “Tengo hambre”. Abandona el cuerpo frío y va en busca del otro, el que aún está en la heladera. Pollo.

El muerto, quieto. Nada dice, ni una queja. ¿Qué le importa esperar un poco más? Un pollo, un hombre, dos hombres. Frío de heladera. Frío de ambiente. De vuelta a los guantes de goma, previo lavado de manos (no vaya a ser cosa de contagiar al muerto). “Probemos por acá, total, mucho daño no le voy a hacer”. ¿Y el daño moral? ¿Y los derechos del cadáver? ¿Tienen derechos los muertos? Él no encontraba la diferencia entre la panza de aquel hombre muerto y el pollo muerto que él llevaba en su panza. “No corta, pucha”. ¿Qué es la vida? ¿Un cuchillo que no corta?

Sale mutis por el foro. Vuelve con un arma nueva. ¿La razón? ¿El corazón? No, otra más vieja: la falta de escrúpulos. “Mejor le saco el ojo con una cuchara, total…”. Juega. Se divierte con la carne vieja. Da vida al muerto (“¿Qué es la vida?”).

De pronto su mano resbala, el codo tropieza con la nariz y el cuerpo vivo cae sobre el muerto, sólo para darle un poco más de acción a la escena. Un abrazo fraternal, instantáneo, fugaz. Dios creando a Adán jugando a ser Dios. ¿Quién era quién en esa habitación?

El muerto sonríe. Rigor Mortis.
[Archivo 2007]

sábado, 10 de mayo de 2008

Sólo soy una empanada triste

El viaje era simple: tres estaciones de tren, un colectivo. El tren iba lleno como siempre, no importaba la hora. Los asientos sucios como el piso, rotos como los vagones. Llegó la primera estación. Bajaron dos personas, subieron siete. Las conté. En la segunda no bajó nadie, subieron tres y un vendedor se cambió de vagón. En la tercera no hubo movimientos más que el mío. Tres cuadras hasta la parada del 167, colectivo que nunca había tomado. Desconocía la combinación de sus colores.

Tardó un poco, pero mi buena vista me permitió distinguir el número a cierta distancia. Era verde y rojo, colores antagónicos. Bajé en la Avenida San Martín (todos los pueblos tienen una avenida con ese nombre). Busqué el papel en mi bolsillo: Cardenales 547, 2º B. Faltaban dos calles y una escalera, que subí al trote.

Agitado, golpeé la puerta. El hombre salió en pijama a rayas, típico. Antes del “Hola” me extendió un cigarrillo, que fumé con ganas, ya estaba prendido. No era tabaco. No pregunté qué era. Me senté en un sillón, me quité los zapatos a pedido del aquel hombre, Rufus, como se hacía llamar, aunque su nombre era Roberto.

No sé cuánto tiempo estuve allí. La vida pasaba como un tren que no quería tomar. Y la frase trillada era seguida por otra también trillada que la acusaba de ser un lugar común. No sé si Roberto era un “buen tipo”, sólo sé que no hizo preguntas, y yo tampoco tenía ganas de responder. El intercambio fue rápido, pero pedí permiso para quedarme un rato más en su sillón.
La ventana tenía una linda vista. Las nubes formaban animales antediluvianos. El humo se mezclaba con ellas, casi tapándolas. “Con un dedo podés tapar el sol”, nos había dicho mi abuelo. “Sí, y con un alfiler te podés cortar las venas” contestó mi hermano. Al mes se suicidó.

Me levanto justo antes de quedarme dormido. Me pongo los zapatos, mientras busco a mi anfitrión con la mirada. Está sentando, tomando mate. Voy hacia la puerta, Roberto saluda sin voltear.

Espero el 167. Rojo y verde. Colores antagónicos. Vuelvo pensando en la organización, en los días grises, en el cigarro de Rufus-Roberto. El tren es como una caja negra que contiene a una docena de tipos como yo. Sólo soy una empanada triste.
[Archivo 2007]

domingo, 4 de mayo de 2008

Más leche que café



-Bueno, cuénteme, ¿qué le anda pasando?

-Y bueno, doctor, la verdad es que me duele mayo.

-¿Cómo?

-Eso, que me duele mayo.

-¡Ah! Perdón, creí que había dicho algo de un caballo.

-No, no, de eso ando muy bien.

-¿Y desde cuándo le duele?

-Y… hace tres días, desde que empezó el mes más o menos.

-Miré usted, miré usted. ¿Le había pasado alguna vez?

-Sí, ahora que lo menciona, recuerdo que hace justo un año me pasó lo mismo.

-Ajá, ¿y cuánto tiempo le duró ese malestar?

-Treinta y un días doctor.

-A ver, descuéstese.

-¿Así está bien?

-Sí, de parado puedo verlo mejor. Sí sí, claramente aquí está su problema.

-¿Dónde?

-Justito aquí, ¿no lo ve?

-Ah, sí, tiene razón. Y miré usted, ¡es azul! ¿Quién lo hubiera imaginado?

-Yo no realmente. Claramente mayo es amarillo.

-Sí, como los chinos.

-¿Quiere un té?

-Más leche que café por favor.



[…]