martes, 10 de enero de 2012

Calor



Calor de calles de cemento y brea, calor que quema la arena, calor de subte, vapor de alcantarilla, calor de ciudad que no respira. Calor de húmedas noches, calor de soles muertos, plantas quebradas, palos secos. Calor de voces que gritan, calor de tierra, calor de hambre, calor de siesta. Calor de niños perdidos, calor de animales sueltos, calor comprado, calor barato, calor de enamorado. Calor de canciones, calor de vino y empanadas, calor que sube hasta la cabeza, calor que baja hasta tu sonrisa. Calor de madre, calor de abuela, calor de bebés, calor de piel, suave, tersa. Calor de barba y pelos, calor de lana, calor de manos transpiradas. Calor de trabajo, calor de esfuerzo, calor de brazos cansados, calor de cerebros sin reflejos. Calor que cansa, calor que apaga, calor que derrite, calor que mata.

lunes, 2 de enero de 2012

Conciencia de estar vivo



Ella me devuelve al estado de la conciencia. Cualquier observador de la escena diría que ella me despierta, pero yo lo siento así: me devuelve al estado de la conciencia. Entonces comprendo que todos los dualistas de algún modo tenían razón: hay dos mundos. Hay dos realidades, inteligible y sensible, decía Platón; pensamiento y extensión, prefería Descartes. Pero hay otro más básico, que experimento en este mismo instante: conciencia-inconsciencia. Cuando duermo entro en el mundo de lo inconsciente, no siento, no capto, no controlo, como si estuviera muerto. Ella me toca, me acaricia el pelo, me habla dulcemente al oído y yo vuelvo al mundo de la conciencia. Me siento en la cama, miro, oigo, huelo, saboreo el mate-de-amor que me alcanza, y “despierto”. Vuelvo al mundo de la conciencia. Cada día, me voy y vuelvo. ¿Cuál fue primero? ¿Cuál será el final? Desde ahora me es imposible dejar de sentir el traspaso, es como prenderme y apagarme, entrar y salir. Salgamos. Ella me propone ir a la playa y allá vamos. Una vez en la arena, me siento y pienso. Miro el mar, porque el mar siempre me hace pensar, y no es que yo deje alguna vez de pensar, claro (salvo, tal vez, en el mundo de la inconsciencia), pero quiero decir que el mar me hace pensar, así, en cursiva. Veo el horizonte y el vasto mar como un límite, una línea natural que me dice “hasta acá llegaste, no va más”. No se puede pasar el mar, se termina la tierra acá, caminá todo lo que quieras pero de acá no pasás. Entonces pienso en los viajes (porque viajar es otra de las cosas que me hace pensar, es decir, pensar) y en la paradoja del traslado. En la cotidianeidad que uno establece en su vida, con sus costumbres y cafés con leches, manías y descansos, escapes y lecturas. Y me viene a la mente el concepto de escape, de salida, de viaje. Pero, ¿escapar de qué? Si cuando uno viaja, siempre llega. Y cuando uno llega se vuelve a instalar, vuelve a reproducir las manías, las costumbres y descansos. Las comidas, las necesidades básicas y los momentos divertidos. Entonces, uno se traslada de un punto hacia otro para volver a establecer una rutina. Y a veces se escapa y vuelve (¿A dónde vuelve?) y otras se va y no vuelve (¿A dónde debería volver?). Si la repetición se hace siempre presente, si A es igual a B, ¿para qué viajar desde A hacia B? Y entonces, mientras digo la pregunta, eurekeo la respuesta: para eso mismo, para viajar. Lo que vale no es ni el punto de partida ni el de llegada, sino el viaje. El sentido de cambiar es el cambio mismo, después, cada estación es igual a la otra, porque somos animales de costumbres y solemos adorar siempre a los mismos dioses. Lo importante, siempre, es moverse. Moverse es señal de que estamos vivos.