viernes, 24 de abril de 2009

El Síndrome del Escorpión. Tercera parte


Morales estiró el brazo y pinchó el último cubo de queso con su espadita de plástico. Arrieta utilizaba la propia para sacarse un pequeño trozo de jamón entre los dientes.

-¿Y qué pasó después?
-Cuando terminamos la nota, el camarógrafo y yo abandonamos la zona y nos dirigimos hacia el hotel. Sin embargo, nunca llegamos a destino: encontramos algo en el camino.

Todo este clima de misterio le molestaba bastante a Arrieta. ¿A dónde quería llegar este hombre con su historia? No había ido hasta Marruecos para toparse con el mismo pesado charlatán que podía cruzarse en Buenos Aires en la cola del banco.

-¿Qué encontraron?
-Un camión. Un inmenso camión todo forrado en lona negra, que no tenía por qué estar ahí. No es que sea un experto en las actividades de la Embajada, pero su presencia me sonaba muy extraña.

Arrieta al fin logró extraer la partícula de jamón. La miró un segundo clavada en el plástico antes de volver a comérsela.

-Entonces, como siguiendo un extraño impulso, esa suerte de instinto que tenemos los periodistas cuando olemos una buena nota, abandonamos el autobús y preparamos nuestro equipo.

Morales levantó el jarro y bebió un largo trago de cerveza. Se había arremangado la camisa por el calor, dejando ver en su antebrazo izquierdo la cola de un escorpión tatuado a la vieja usanza.

-¿Pensaban hacerle un reportaje al conductor del camión? “Hola., ¿lleva algo extraño ahí atrás, algo ilegal?”.
-Por supuesto que no. En realidad no teníamos nada preparado aún: sólo queríamos mirar más de cerca la situación. Nos escondimos detrás de unos arbustos y… esa fue la última vez que vi a mi compañero.
-¿Lo mataron?
-Unos tipos nos encontraron, nos preguntaron qué estábamos haciendo ahí… Osvaldo, mi camarógrafo, no entendía nada del idioma, se asustó y salió corriendo. Lo agarraron. Yo pude escapar. Lo último que vi era que lo subían al camión.

De pronto Arrieta sintió que la historia iba tomando un giro interesante. Por lo menos era lo más interesante que había escuchado desde que se encontraba en ese país.

-¿Cuándo fue todo eso?
-Anoche.
-¿Y no denunciaste su desaparición?
-No. No quiero a la policía en esto. Tengo un plan mejor.
-¿Y por qué me contás todo esto a mí?
-Decime, Alfredo, ¿vos trabajás en el puerto, no?

La media sonrisa se Arrieta se deshizo. ¿Este sujeto lo había estado investigando?

-¿De dónde sacaste eso?
-Tus manos te delatan… esos callos son de hacer nudos y acarrear bolsas. Tu piel está afectada por la sal del aire marino, ¿cuánto hace que estás acá? ¿Tres, cuatro años? Y no quería ser tan directo pero… tenés un poco de olor a pescado.
-Veo que sos detective en serio… ¿Qué querés, Morales?
-Necesito un barco. Leí en el diario que un buque zarpó esta mañana hacia España. Había una foto. El camión negro estaba arriba de la nave.

Arrieta reparó en el estuche oscuro, rectangular, de más de un metro de largo que se encontraba apoyado donde había visto a Morales por primera vez.

-¿Qué llevás en esa caja?
-Una guitarra.
-¿Y pensás negociar el rescate tocándoles una vidalita?
-Ja, no. Tengo algo mucho mejor que eso.

Morales metió una mano en su bolsillo y extrajo un pequeño paquete.

-Dije que yo escapé, pero no lo hice con las manos vacías.

Arrieta miró lo que Morales le mostraba. ¿Qué habría ahí adentro? ¿Pensaba negociar la entrega de su compañero por el contenido de ese paquete?

-¿Qué decís Alfredo? ¿Me vas a ayudar a salvar una vida?

miércoles, 22 de abril de 2009

El Síndrome del Escorpión. Segunda parte


El Diario de Arrieta

Siempre supe que soy un insensible.

No, miento: no siempre lo supe, no siempre me sentí así. Hubo un momento, quién sabe cuántos años ha, en donde creí ser una persona muy sensible. Un ser conectado con el flujo de sentimientos del universo, capaz de llorar por el dolor de incontables almas ajenas.

Eso fue hace mucho.

Ahora, cuando me pongo a pensar, me pregunto: ¿Cuándo fue la última vez que derramé lágrimas por la desgracia de un tercero? ¿Cuándo la última en alegrarme por la felicidad de otro?

Poco a poco me fui convirtiendo en lo que ahora soy: un ente no sintiente.

Es triste. O no. Realmente no. No creo en los valores. El mundo está compuesto tan sólo por cosas que pasan. Bien, mal, correcto, incorrecto… todas escalas humanas tan subjetivas como la belleza y la fealdad.

Es eso. Abrazo un relativismo extremo. Una alienación que me aleja del universo latiente de los seres con corazón de carne.

¿Es malo el león cuando mata al venado? Sería absurdo decir eso. ¿Entonces por qué es mala una persona que asesina a otra? Para la naturaleza no lo es. Para ella es lo mismo un ser que mata a un hermano que una piedra que cae rodando por una montaña. En el mundo sólo hay eso: cosas que pasan. Al fin y al cabo, vivir no es más que respirar.

Claro que los humanos se unen y crean leyes. Entonces el homicidio es malo en sociedad. Sólo ahí, en ese contexto. Sin embargo, ni siquiera las sociedades se ponen de acuerdo: lo que aquí está mal, allí está bien. Lo que para determinada cultura es una atrocidad para otra es algo normal.

Por lo tanto, el bien y el mal sólo dependen de un conjunto de normas contingentes que bien podrían haber sido otras completamente diferentes. O ni si quiera haber existido.

Entonces, habiendo comprendido esto, ¿quién puede criticarme para mal por haberme alejado del mundo? ¿Por no sentir nada por los demás? Mi enajenación está justificada: sólo soy una roca más que se desliza por el patio de lo que existe.

lunes, 20 de abril de 2009

El Síndrome del Escorpión. Primera parte



La última espada se clavó en su corazón y lo mató. La primera sólo lo lastimó un poco.

Una semana atrás, Alfredo Arrieta disfrutaba de una taza de café en un sucio bodegón. Raúl Morales lo observaba desde una esquina, por encima de su diario. Por un momento sus miradas se cruzaron. Luego cada uno siguió en lo suyo.

Minutos más tarde, Morales se levantó, dejó los clasificados sobre la barra y se sentó en la mesa de Arrieta.

-¿Argentino, verdad?
-¿Cómo te diste cuenta?
-Fácil: la forma de agarrar la taza, el azúcar en el café, esos zapatos sólo se consiguen en Once… y tenés un escudito de Boca colgando del cuello.
-Genial, Sherlock… ¿y eso te da derecho a sentarte en mi mesa?
-Bueno, “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”, ¿no?
-Nunca fui peronista, pero es verdad que estando tan lejos del hogar oír esas cosas lo emocionan a uno.

Morales sonrió. Esa jugada le había salido bien, se estaba ganando su confianza.

-¿De dónde sos?
-De Avellaneda… ¿vos?
-Parque Patricios, porteño de ley. ¿Y cuánto hace que estás acá?

Arrieta lo miró a los ojos. No le gustaba que lo interroguen. A decir verdad, ese estaba siendo el diálogo más extenso que había tenido desde que estaba allí.

-Un tiempo…
-Claro, lo suficiente como para extrañar las cosas más triviales. Yo soy corresponsal, estaba haciendo unas notas por acá, hasta que algo le pasó a mi equipo de trabajo… ¿tenés un minuto? Te cuento la historia.

Arrieta consultó su reloj sólo por inercia: sabía que tenía todo el tiempo del mundo.

-Dale, pero hacela corta. Me aburren los detalles.
-No te preocupes… che, ¿pedimos una picada? Dicen que el fiambre de acá es excelente. No creo que sepan lo que es una “picada”, pero sólo basta con pedir algo de pan, jamón, queso y aceitunas, nosotros podemos cortarlo.

Arrieta sabía que era una oferta tentadora: aunque hacía años que se encontraba allí, nunca se le había ocurrido algo como eso.

El mozo pareció no comprender bien el pedido. Sin embargo, volvió trayendo un gran trozo de jamón, un queso redondo y dos hogazas de pan fresco. Morales comenzó a cortar el embutido en rodajas, mientras Arrieta hacia lo suyo con el gruyere. Acompañaban la escena con una cerveza.

-Bueno amigo, es lo que hay. Ah, y no creas que no vine preparado:

Morales metió la mano en su pequeño bolso y sacó unas espaditas de plástico del tamaño de escarbadientes.

-Siempre las llevo a donde voy, es lo más práctico para comer este tipo de cosas. Oh, perdón, no me presenté aún: Raúl Morales.
-Alfredo Arrieta.

Se estrecharon la mano.

-¡Ay!

Esa fue la primera espada. Sólo lo lastimó un poco.

sábado, 18 de abril de 2009

Letras de Sábado



“Su cabeza amaneció rodeada de espinas, como si del Cristo mismo se tratara. Claro que el Mesías murió en la cruz, y no decapitado”.

- ¿K?

K cerró de golpe la tapa de su vieja notebook.

- Somosa…
- Perdón, estabas escribiendo…
- Ya terminaba, sentate.

Para variar, llovía en el bar Albatros. Afuera, por supuesto. Adentro reinaba un clima de sábado a la tarde: vasos que chocaban, cucharitas que se apoyaban contra los platitos, y el sordo y monótono sonido de mil voces que hablan a la vez.

- ¿Querés pedir un café?
- No, no, ya me iba. Me quedo un rato nada más. ¿Leíste lo que te mandé?

K sabía que se vendría la pregunta. Se alegró de que su compañero no estirara más la charla con vuelos innecesarios y vaya directo al grano.

- Sí, lo leí.
- ¿Y? ¿Qué te pareció?
- ¿Te soy sincero?
- Por favor, odio la hipocresía.

K levantó lentamente la tapa de su máquina. Guardó lo que estaba escribiendo y abrió otro archivo.

-Mirá, tenés buenas ideas, pero hay cosas que debés mejorar.
- ¿Por ejemplo?
- No sé, algunos detalles. Te cito: “Luego de decir eso nos dirigimos a su casa. Subimos al auto y partimos. Al llegar notamos que la casa estaba construida con ladrillos de barro”, ¿notas algo?
- Sí, ahora que lo leés en voz alta…
- “Casa... casa”, repetís la palabra. Pensá en algún sinónimo, ¡tenemos tantos en nuestro rico idioma! Y cuando se te acaben, usá una metáfora. Para eso se inventaron.
- Bien, ¿algo más?
- Cuidá los tiempos verbales. Si empezás narrando en pasado, debe estar todo en pasado. Si está en presente, siempre presente… Ah, y el narrador… tenés que identificar bien al narrador, ¿quién es? ¿Un personaje? ¿Un omnisciente?
- Gracias, lo tendré en cuenta.
- De nada. Pero como te digo, son sólo algunos detalles, se te ocurren cosas buenas.

K bajó la vista e hizo como si revisara algo más del escrito. Somosa jugueteó con un sobrecito de azúcar.

- Te agradezco la sinceridad. No se ve mucho hoy en día. La mayoría de la gente con quien comparto mis escritos sólo dicen “¡Qué bueno!” “¡Me encantó!” O cosas por el estilo… a veces dudo de si realmente los leyeron.
- Sí, eso pasa mucho. Hay que saber distinguir los comentarios sinceros de los que sólo aparecen para que uno después les devuelva el halago. Pasa que a veces cuesta decir la verdad. Más cuando puede herir un poco.

Somosa saludó y se retiró con una extraña sonrisa: era de esos tipos raros que le gustan caminar debajo de la lluvia. K volvió a su historia:

“Tomó un sorbo, miró a su amigo y le preguntó:

- ¿Qué pasó con tu padre? ¿Sigue robando?
- No, lo atraparon. Lo condenaron a diez años de prisión y pena de muerte.
- Oh.
- Igual le redujeron la condena por buen comportamiento: en cinco años lo mataron…”.

martes, 14 de abril de 2009

El simposio del Apocalipsis



Luces de colores giran a mi alrededor mientras me pregunto: ¿Por qué escribo? Y me respondo: porque me gusta. Porque yo elijo escribir.

¡Ah, qué fácil pregunta y qué más sencilla respuesta aún! Típico de un sujeto como yo: anárquico, ecléctico, anatómico. Mis reflexiones más puritanas se encuentran inscriptas en este libro. ¿Para qué, mis amados lectorcillos? ¿Con qué fin? No, el fin todavía no llega. Eso sí, ahora falta menos. Siempre falta menos.

Pero, ¿qué queremos decir con esto? ¿Qué queremos decir con “ahora”? ¿Qué significa “siempre”? ¿A qué nos referimos con “falta” y con “menos”?

El término “ahora”, vulgarmente hablando, significa “ya”. Ya, como cuando nos largamos en la carrera de la vida. Nacemos desnudos y sudados, envueltos en los restos interiores de nuestra madre, cuando el médico encargado de la ruptura útero-mundo nos dice: “preparados, listos, ya”. Y corremos contra el tiempo, enemigo invisible e inexistente al que enfrentamos durante toda nuestra vida, cuyos golpes nos van dejando marcas imborrables, puesto que no sólo nos duelen, sino que, al mismo tiempo, nos hacen crecer.

“Siempre” significa “todo el tiempo”, es el conjunto infinito y eterno de ahoras sucesivos, conjunto del cual sus miembros son totalmente indiscernibles, por la ausencia neutra del instante. Son todos los yaes con los cuales se mide todo lo que sucede, o todo lo que nos suceda en lo que dure nuestra vida (el “siempre” es relativo a quien lo diga).

Pero cuando utilizamos el término “falta”, nos referimos a una necesidad, a un deseo, a una carencia. Claro que es un vocablo bastante ambiguo, ya que, por ejemplo, al afirmar “falta envido” (como me han contado que suele decirse en cierto juego de naipes tradicional), no nos referimos a la ausencia de cierto sujeto o hecho llamado “envido”, sino que hacemos referencia a cierta posibilidad incierta de acertar un mayor puntaje dentro de una escala de valores determinada, o algo parecido. En cambio, dentro de otro juego o deporte, cuando decimos “falta”, podemos referirnos a una infracción cometida por alguno de los participantes, es decir, marcar el hecho de que una de sus acciones no ha cumplido con lo que dice el reglamento.

Sólo nos queda aclarar el último de los términos, el cual es el más relativo. Me refiero a la palabra “menos”. Para definir esta palabrilla debemos tener en cuenta varias cosas: si hay menos, hay más. Además, tiene que haber algo que varíe, para que podamos decir que una cosa tiene menos de ese algo, en comparación con otra, la cual tiene más. Por Ende (1), es necesaria la existencia de al menos dos cosas o sustancias para poder utilizar este vocablo. Entonces, ¿menos qué que qué? Sin embargo, gracias a una pequeña corrección, descubrimos que este último punto no es totalmente cierto, ya que una cosa puede compararse consigo misma, cuando las separa cierto lapso de tiempo. La misma cosa puede tener un antes y un después, y de esa forma devenir en dos cosas. Claro que, si consideramos al tiempo como una cosa, sí son necesarias dos cosas: la cosa original y el tiempo. Pero, como todos ya sabemos, el tiempo sólo es una idea en la mente del hombre. (Aunque, si consideramos al hombre como una cosa, entonces sí son necesarias dos: la cosa y el hombre, salvo que esa cosa sea el hombre mismo. Igualmente el hombre siempre es necesariamente tácito, si no nada tendría sentido).

Resumiendo y recapitulando, podemos intentar hacer una gran síntesis sobre todo lo analizado. La frase “siempre falta menos”, queda reducida entonces a: “en la suma de ahoras compuestos por instantes que se suceden pero no existen, en la cual estamos inmersos desde que nacemos, se comete una infracción, surgida de una carencia, que nos impulsa a jugarnos por más, aunque en realidad no necesitemos más que a nosotros mismos para reconocer que, comparados con un estado anterior, ahora estamos más cerca, y, paradójicamente, a menos distancia de yaes, de nuestro fin, nuestro sentido final y, a la vez, el final de nuestros sentidos”.


(1) George Ende, inventor innato de esta teoría.


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Nota: Este texto corresponde al capítulo XXVI del libro del Dr. Henry Töpf La totalidad del ser: economía y agresividad (2003)

Si querés leer otro capítulo del mismo libro hace clic acá: Lágrimas sublunares

viernes, 10 de abril de 2009

No somos nada



Había comenzado casi de casualidad, tal vez como todas las cosas. Una noche en la que se encontraba cansado de la nada de su existencia, Florencio Gauna había salido a caminar.

Fría, oscura, la ausencia de la luna le recordaba a la muerte misma, como si de la teoría platónica de la reminiscencia se tratara. ¿Cómo recordar, si no, lo que nunca se vivió?

Fue entonces justo cuando pasó por la casa de sepelios. Y, literalmente y sin pensarlo ni una vez, vio luz y entró. Velaban a un tal Amancio Cortés, gran hombre, a juzgar por el tamaño del cajón. Alrededor de quince personas neutras lo lloraban: algunos a cierta distancia del féretro, sólo una mujer a su lado, el resto tomando café en el pasillo.

Gauna comenzó a acercarse disimuladamente a la tolva caliente y mientras se servía una tacita escuchaba las charlas de los comadrones: “¿Cómo puede ser?”, “¡Era tan sano!”, “No somos nada…”.

Tardó unos minutos en darse cuenta de que nadie notaba su presencia allí. Tomó una masita seca, se acercó a un alto de bigote y murmuró un “Qué triste, che” cerca de su oído. El hombre le contestó con un gesto de asentimiento y en pocos minutos comenzaron una amena charla. Se trataba de un antiguo socio del difunto. Florencio se presentó como un amigo de la infancia.

A partir de esa noche las visitas a los velorios se hicieron costumbre en él. La segunda vez fue en el mismo lugar, pero enseguida comprendió que si seguía asistiendo allí resultaría sospechoso para los dueños. Así es que luego de la cena solía patear las calles de la ciudad paseando por las distintas casas de velorios, buscando algún muerto de turno.

Triste fue la vez en que, habiendo recorrido todos los negocios disponibles en treinta cuadras a la redonda, no había encontrado ningún ser vivo que hubiera perdido la condición de tal. Luego de varios días sin suerte, comenzó a comprar el diario cada mañana para leer los avisos mortuorios. Allí la salsa fue rica de verdad.

Cada jornada, aproximadamente a las siente de al tarde, Florencio Gauna salía de su hogar, traje negro y periódico bajo el brazo, dirigiéndose en busca del cuerpo en cuestión. Y no es que era adepto a la necrofilia ni mucho menos: al muerto ni lo miraba, lo que a él le interesaba era pasar una noche agradable, tomando café con masas o medialunas y, sobre todo, conociendo gente nueva.

A veces se hacía pasar por viejo amigo, otras por un primo lejano, el hecho era que Gauna siempre lograba su objetivo: colarse en las veladas negras y charlar toda la noche.

Con el pasar de los años su actitud se hizo conocida: los funebreros lo saludaban por las calles y cada vez más gente asistía a las velas de sus seres queridos, tal vez con la sola intención de ver si lo encontraban por ahí.

Dicen que cuando murió ya varios lo habían bautizado El Hombre de los Velorios. Y que en el suyo propio había más de quinientas personas. Muchos aprovecharon la ocasión para conocerse entre sí y beber café gratis.

lunes, 6 de abril de 2009

Sueño Gris



La oficina de Somosa sigue tan gris como siempre. El escritorio metálico con la felpa verde, la vieja Remington, los archivos de grandes cajones cuadrados y las carpetas de cartón repletas de hojas húmedas y amarillas.

El teléfono antiguo con el cable enrulado. Un vaso de vidrio que alguna vez contuvo agua descansa de pie sobre un formulario.

Somosa lo mira y piensa.

Piensa y, peor aún, recuerda. Se pregunta acerca de todas las posibilidades que perdió en la vida. ¿Qué habría sido de ellas? Las cosas que no hizo, porque no quiso, porque no pudo, porque se las perdió… ¿A dónde habrán ido? ¿Existirían ahora en algún lado?

Los caminos que no había tomado, ¿seguirían allí, esperándolo?

Somosa mira el teléfono y piensa. Reflexiona sobre todas las llamadas que no hizo y sobre las que se quedó esperando. Ya no tiene miedo a levantarse para ir a aplacar su sed: si se pierde un ring sabrá que no era para él.

Sabe que por más proyectos que tenga con Rocambole jamás llegarán a nada. No le importa: a veces tiene la tonta idea de que la vida se trata de proyectos, más allá de si llegan a cumplirse o no.

Se había tragado todos los libros que hablan de sueños y metas, de sendas más importantes que los finales. Los prendió fuego en una hoguera de domingo.

Somosa mira las carpetas color gris tiempo. Echa un ojo sobre su vieja máquina de escribir cuyo teclado carece de “K”, obligándolo a escribir “quiosco”, “quilo” y “catana”.

Se levanta, tira al piso el fichero, arroja las carpetas con fuerza, rompe el vaso vacío y estrella la Remington contra la única ventana de su oficina. Mira el lento girar del ventilador de techo que sólo sirve para arrastrar el aire caliente y se pone a llorar.

Somosa levanta sus ojos, los dirige al teléfono cuadrado.

¿Y si esta vez la llama él?